En el campo de la audacia hubo algunos
desilusionados –quizá muchos– que lo menos que esperaban de
López Obrador un llamado a derrocar al régimen. En el campo
opuesto, el de la prudencia, más de alguno habrá sentido repelús
ante el llamado del tabasqueño a la resistencia y a la desobediencia
civil, aunque sea pacífica y sin afectar a terceros. Hubo algunos
que, aferrados a un espíritu de unidad a toda costa, lamentaron el
deslinde definitivo – también “pacífico” y con buenos
modales– con respecto al PRD.
Pero entre las tareas básicas de un
dirigente está la de escudriñar la disposición mayoritaria o,
cuando menos, el estado de ánimo promedio, cotejarlos con los datos
de la realidad y diseñarles cauces, y da la impresión de que López
Obrador lo hizo muy bien. Salvo prueba en contrario, el país no está
para encajar resignadamente el nuevo agravio –la imposición de
Peña Nieto en la presidencia, descrita con cruda precisión por
Javier Jiménez Espriu como una “una sentencia sin derecho a fianza
a seis años de regresión, opresión, corrupción y trabajos
forzados”– pero tampoco está como para tomar por asalto el
Palacio de Invierno. Claro que con décadas de ofensas acumuladas en
el trayecto Salinas-Peña puede ocurrir un estallido social
generalizado pero no se puede saber si ocurrirá o no, ni cuándo, ni
si tomará la forma de una revuelta ciudadana contra el poder al
estilo egipcio.
Ante la incertidumbre, lo correcto es
dar una vía de acción concreta, sustentable y de largo alcance a la
rabia y a la voluntad de cambio multitudinarias, aunque se tenga la
convicción de que “el actual régimen está en su fase terminal”,
una consideración fundamental que, se esté de acuerdo con ella, o
no, ha sido poco retomada del discurso de AMLO.
Lo que sigue: la lucha contra la
imposición, consumada o no, tiene sus propios ritmos y reclama sus
propias modalidades de coordinación y dirigencia que no pueden ni
deben ser asumidas en condición protagónica por López Obrador ni
por Morena: los actores sociales de esa gesta tiene, en conjunto, una
presencia mucho mayor que la del lopezobradorismo, pero los une un
propósito a fin de cuentas coyuntural. En cambio, para la
organización política que se ha venido configurando alrededor del
tabasqueño el objetivo es una transformación nacional que no se
agota en la disputa por la presidencia ni, tampoco, por consiguiente,
en la lucha contra una presidencia.
El gran desafío de Morena no es
impedir que Peña tome posesión sino dar coherencia a sus acciones
en las dos vías de acción que se ha planteado: la institucionalidad
política y la resistencia social. Por eso es tan importante el
debate ya en curso, de cara al congreso de noviembre, sobre la
modalidad que debe adoptar el movimiento: mantenerse como está o
buscar el registro como partido político. En esta perspectiva, cae
por su propio peso que el objetivo inmediato, además de la
definición organizativa propia, es detener las “reformas”
impulsadas por el priísmo en los terrenos laboral, hacendario y
energético. El freno a tales reformas sería equivalente a
introducir un desarmador en los rayos de la rueda de una bicicleta en
movimiento y colocaría al próximo gobierno oligárquico bajo una
presión acaso insostenible.
Ciertamente, este horizonte puede
parecer anticlimático y exasperante ante el tamaño del hartazgo por
los agravios, los atropellos y la insolencia de los poderes de facto.
Es bueno reflexionar, por eso, sobre el diagnóstico de la fase
terminal del régimen. Si es certero, de la sociedad depende que esa
fase dure semanas, meses, años u otra década.
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