Tendría que darles vergüenza el estar
invocando la competitividad y la productividad como razones para
imponer una contrarreforma laboral. Después de un cuarto de siglo de
ofensivas antisalariales, antisindicales y antipoblación en general,
no hay más razón válida para tocar las leyes correspondientes que
la dignificación del trabajo y el rescate de los trabajadores.
En el punto en el que estamos tendrían
que reconocer, para empezar, que la Constitución es letra muerta en
casi todos sus pasajes, pero con crudeza particular en estos dos:
“Toda persona tiene derecho al
trabajo digno y socialmente útil; al efecto se promoverá la
creación de empleos y la organización social para el trabajo
conforme a la ley”.
“Los salarios mínimos generales deberán ser suficientes para satisfacer las necesidades normales de un jefe de familia en el orden material, social y cultural, y para proveer a la educación obligatoria de los hijos”.
En un pleno estado de derecho bastaría
en rigor con el incumplimiento sistemático, generalizado y doloso de
tales mandatos constitucionales para iniciar juicios políticos a
quienes han ocupado la Presidencia de 1988 a la fecha (hay que
excluir a De la Madrid no porque los haya cumplido sino porque ya se
murió) y a sus respectivos secretarios de Trabajo y Previsión
Social. Pero en un pleno estado de derecho el gobierno haría válida
la Carta Magna y habría trabajo digno y bien remunerado para todos.
No hay ni una cosa ni la otra, sino un
desempleo tres veces superior al que el gobierno se atreve a
reconocer, salarios miserables y condiciones laborales de explotación
y desprotección en casi todos los sectores. De hecho, la
proliferación del desempleo no es un desastre natural sino un
designio de los lineamientos macroeconómicos impuestos por el
régimen y por sus mandantes reales: los grandes consorcios
transnacionales y nacionales y los organismos financieros. La
contracción de la planta laboral es un mecanismo para forzar la
disminución de los salarios mediante la manipulación de la
supuestamente libre “mano invisible” del mercado en su versión
de mano dura: se induce el desempleo, se practica una política de
contención salarial y luego se deja que el excedente de oferta de
mano de obra, muy superior a la demanda, obligue a los aspirantes a
un trabajo a competir entre ellos: ¿Quién cobra menos?
Ahora se busca, además, suprimir las
mínimas certezas y protecciones que quedan a los asalariados,
quienes, de hecho, dejarían de serlo, para convertirse en
trabajadores a destajo, contratados por hora, al margen de cualquier
contrato, imposibilitados para organizarse en sindicatos libres y
privados de prestaciones, quienes podrán ganarse una torta de queso
de puerco cada 120 minutos, o así.
Por supuesto, el esclavismo también
elevó, en ciertas circunstancias, la competitividad y la
productividad., como lo ha hecho el régimen laboral de facto en el
México contemporáneo. Uno de sus logros fue que los productos
manufacturados aquí han
empezado a desplazar a sus similares chinos en el mercado de Estados
Unidos. Por la simpler azón de que, mientras que en el país
asiático los salarios del sector manufacturero tuvieron incrementos
del 400%, o así, en México se mantuvieron estancados. El problema
es que la competitividad y la productividad basadas en la
superpexplotación de la fuerza laboral no se sostiene por mucho
tiempo. A la larga los trabajadores se mueren, queman las fábricas o
se van a probar suerte a la delincuencia organizada. Y ni cómo
culparlos.
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