Parece ser que los votos comprados a
favor de Peña Nieto costaron más: de 500 a mil pesos, aunque en
algunas regiones particularmente miserables algunos ciudadanos
vendieron los suyos en 300 o menos. Pero ya no estamos en junio sino
en septiembre y ahora no se necesitaba de sufragios sino de miedo, y
éste salió mucho más barato: 400 pesos, han dicho unos que fueron
detenidos en Iztacalco cuando sembraban el pánico mediante
perifoneo. Tal vez estos individuos sean de los que en tiempos
normales, si es que aú puede hablarse de tal cosa, se ganan la vida
anunciando tamales oaxaqueños deliciosos y calientitos o pregonando
“se compran, estufas, lavadoras”, etc., y no vieron nada de malo
en cambiar la grabación por una sobre el anuncio de la llegada
inminente de los bárbaros de Antorcha Campesina.
¿Quién necesita miedo en el país,
particularmente en sus zonas más indómitas? La respuesta es tan
obvia: el priísmo rampante al que ya nadie le tiene miedo.
Tal vez en tiempos tan pretéritos como
2006 Peña creyó que podría construir su atractivo principal en la
mano dura, una cualidad que por entonces resulaba bien apreciada por
las clases medias medrosas. A fin de cuentas, las maneras rudas de
gobernar –por decirlo en forma poco ruda– han sido
características del Grupo Atlacomulco. Acuérdense del lema de
campaña del tío Montiel: “los derechos humanos son para los
humanos, no para las ratas”. Puede ser que en algún momento del
camino hasta 2012 el sobrino bonito haya terminado por creer que le
bastaba con el aplastante glamour televisivo para ganar la elección,
pero ese glamour se le cayó desde diciembre del año pasado, y para
mayo del presente Peña era ya el ejemplo más descarnado de un
candidato sin atributos. Por eso hubo que recurrir a la adquisición
masiva de sufragios que desfiguró la elección hasta el punto de
convertirla en ilegítima a ojos de casi todo mundo, salvo los de las
autoridades electorales, quie no vieron nada.
Lo que necesita Peña ahora, en estas
larguísimas semanas que lo separan de la silla presidencial, es que
la gente tenga miedo; echar atrás la grabación para instalar a
México en los momentos más horribles de 2010, por ejemplo, cuando
medio país clamaba por alguien que pusiera orden y nos salvara de la
ineptitud necrofílica de Calderón, ese que dice que más muertos es
sinónimo de vivir mejor. Pero de entonces a la fecha han pasado
muchas cosas. Por ejemplo, el estallido de ira ciudadana que encabezó
–y dilapidó– Javier Sicilia, o la cosecha de los frutos
organizativos sembrados por el lopezobradorismo, o el derrumbe
autoinfligido de la imagen del propio Peña, o la portentosa
primavera de #YoSoy132.
El problema de Peña es que la gente ya
no tiene miedo, sino un encabronamiento cada vez mayor que se ahonda
a cada nuevo agravio del poder: la abierta parcialidad del IFE, la
consumación del fraude, en julio, y su legitimación, hace unos
días. O el inocultable pacto de alternancia bipartidista entre el
PRI y el PAN, que echa por tierra cualquier ilusión de democracia.
Nadie puede gobernar por mucho tiempo
por medio de la violencia pura y dura. El mecanismo perdurable de
gobierno no es el recurso a las armas sino el miedo que éstas
provocan. Las armas o el antorchismo, brazo semi armado de la mafia
tricolor, que de todos modos tiene otros, y más profesionales.
“Ténganme miedo”, parece implorar
Peña en el subtexto de los pregones que recorrieron el oriente del
valle de México y cuya onda expansiva de alarma se hizo sentir hasta
las zonas altas del occidente. Sí: el reparto de sobrecitos con 400
pesos cada uno rindió el efecto deseado, en lo inmediato, pero cabe
dudar que el miedo generado contribuya a asfaltar el camino de Peña
a la presidencia. Por el contrario, da la impresión de que la
sociedad lo tomará como un agravio adicional a los muchos ya
perpetrados por el empeño de restauración jurásica.
En lo inmediato, una lectura: la que
está pasando mucho miedo en estos días es la cúpula priísta.
Tanto que se siente forzada a organizar tonterías y canalladas y a
agitar ante el pueblo el espantajo de sus bárbaros, con la esperanza
de endosar su propio miedo a una sociedad que ya es, a estas alturas,
su principal adversario.
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