7.9.12

Fragmentos de un berrinche amoroso



Foto de Poky Alejandro Zertuche (Eterno siluacro de una realidad ficticia), tomada de MTY Peformance - Art


“El Preso Número Nueve era un hombre muy cabal: iba en la noche del duelo muy contento a su jacal pero al mirar a su amor en brazos de su rival sintió en el pecho un dolor y no se pudo aguantar” las ganas de matarlos, y los mató. Se supone que fue capturado (o más bien se entregó por su propia voluntad), fue sometido a juicio y condenado a muerte, pero esas partes de la historia no salen en la canción. Ésta retoma la narración cuando el protagonista se confiesa con el cura del penal, momentos antes de que se lo lleven al paredón. De hecho, la abracadabrante rola cuenta lo que ocurre en esos instantes, y los antecedentes los entrega en un flash back. El asesino le dice al cura que no se arrepiente, que si tuviera la oportunidad de volver su vida haría exactamente lo mismo que hizo (o sea que no se rehabilitó en la cárcel), no se muestra atemorizado ante la muerte (él la llama “la eternidad”) y dice estar consciente de que será juzgado por Dios. 

Lo más tremebundo de la historia es que el personaje no sólo está seguro de haber hecho lo correcto sino que se manifiesta de acuerdo con su destino –es decir, con la perspectiva de morir fusilado dentro de un ratito– porque eso le permitirá “seguir los pasos” de los adúlteros e ir “a buscarlos al más allá”. A partir de ese punto ya no queda la menor duda de que el tipo se está meando fuera de la bacinica y que está llevando las cosas demasiado lejos. ¿Pero qué se ha creído éste? ¿Que es dable escenificar una riña de cantina en el incierto reino de la muerte? ¿Que la violencia doméstica está permitida en El Estigia? ¿Que en el Infierno le darán el gusto de patear a su cónyuge y de seguir apuñalando al amante de ésta por los siglos de los siglos?

A primer golpe de vista nuestro Preso Número Nueve es un empecinado con blindaje nivel 7, pero podría tratarse de una mera apariencia. Es posible que en el fondo no sea tan “valiente” como lo hace aparecer la canción (perdón por las comillas, pero el adjetivo es casi insostenible) y que esa ira gastada e inverosímil sea un clavo ardiente al que se aferra para no entrar en pánico, toda vez que está punto de pasarle algo más bien espantoso: unos tipos van a perforarle el cuerpo y le arruinarán, para siempre y rapidito, los tubos por los que pasan la sangre, los alimentos, el aire y los impulsos nerviosos, y con ello lo borrarán del mundo.

Ante ese destino inmediato tan indeseable, él opta por inventarse una misión importantísima para después de que se haya terminado todo por la simple razón de que es capaz de procesar su propio final. Es muy de hombres eso de seguir defendiendo el honor constante más allá de la muerte y también es muy de hombres no orinarse ni babear frente al pelotón de fusilamiento, así que, tras matar a los amantes infieles, el Sr. Nueve mata otros dos pájaros de un tiro: se fabrica un destino para después de que lo maten y con ello se distrae lo suficiente como para salvar las apariencias y mostrar sangre fría. O bien: nuestro héroe no pudo controlar su berrinche al descubrir que no era la única pareja sexual de su mujer y perpetró doble homicidio. Ahora, para dominar su berrinche ante la muerte, opta por asimilarla como parte de un mal trago necesario para trasladarse a donde están los muertos y volverlos a matar, o a rematar, o a hacer con ellos quién sabe qué.

No se quiera encontrar aquí un solo argumento a favor de la censura en cualquiera de sus modalidades pero concédase que, al lado de este portento, los narcocorridos, perseguidos y vetados en varias entidades y municipios de la república, son ositos de peluche. En todo caso, téngase al Preso Número Nueve como ejemplo sublime de la hipocresía oficial: los mismo funcionarios que fraguan leyes y reglamentos contra la épica menor de San Malverde no encuentran empacho en entonar, en cuanto se les empiezan a subir los tequilas, esta preciosa pieza de la cultura popular que hace apología explícita del asesinato pasional. Y nos parece normal en cualquiera de sus versiones: desde la muy cantinera que grabaron Los tres caballeros hasta la potentísima de Chavela Vargas, pasando por la voz delicada de Joan Baez:
 Padrei, no me arepientou, y si vuelve nacer yo la vuelvou matar.
No vean tampoco en el título de esta columna afán alguno de minimizar o ridiculizar esas realidades espantosas en las que el impulso amoroso frustrado se convierte en una patada en el tablero y momentos después, en patadas al cuerpo inerte del otro jugador o jugadora, o bien en la programación de un suicidio que deje en el otro una culpa perenne e indeleble. Berrinche no será el término clínico adecuado para esos casos extremos, pero funciona para entender su lógica interna, que empieza con un agravio.

De entrada, si siento amor, ello no es mi responsabilidad sino la de quien me enamoró. Ese otro ser debe, en consecuencia, responder por sus actos. Posee sobre mí un enorme poder: puede transportarme al paraíso, pero puede también convertirme la vida en un infierno. Me ha conquistado, y al hacerlo, ha matado algo en mí. Tal vez la voluntad, tal vez el honor; acaso me ha expropiado el amor propio y lo ha vuelto suyo. Canta Juan Peña, El Lebrijano:


Y esos asesinos / eran los ojos negros / de mi destino.

La mayor parte de las veces, por fortuna, en el curso de los acontecimientos en un berrinche amoroso la sangre no llega al río y las cosas no culminan en funeral sino en ridículo planetario. En expresiones como “el amor de mi vida” y “en la media naranja” se encuentran las semillas del “no puedo vivir sin ti” y del “no puedes vivir sin mí”, que es la que enarbola el Sr. Nueve desde que descubre a la infiel hasta que presenta su boleto al Más Allá al director de orquesta del paredón de fusilamiento.

Cuando la historia comienza con “mi dueña o dueño” puede darse por seguro que acabará en enemistad y rencor, porque “si no puedo vivir sin ti”, entonces “tú eres responsable de mi sufrimiento”. Antes de esa conclusión, el trayecto pasa por las etapas características del proceso de simbiosis entre El Amo y El Esclavo, con todo lo que, a ojos de quien observa la relación desde fuera, es una progresión de disparates; ya saben: “te perdono todo lo que te hice”, o bien “no me obligues a hacerte daño”.

En el mientras, o poco antes del desenlace, es posible que tengan lugar extremos de humillación como el clásico breliano: “déjame volverme la sombra de tu sombra, la sombra de tu perro”, de chantajes como “no me puedes dejar justo ahora que están a punto de operarme de algo”. En el desenlace, un último desahogo atrabiliario: “Y te prohíbo que me extrañes”. Y después, ya en forma póstuma, alguna reflexión ardida: “Para relaciones complicadas ya tengo una con la diabetes.”

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