No sorprende demasiado la revelación
de que en 2006 Felipe Calderón pactó con el PRI la “devolución”
de la Presidencia a ese partido en la persona de Peña Nieto.
El dato es consistente con la relación
de mutuo beneficio entablada entre Acción Nacional y el tricolor
desde 1988, cuando Salinas pudo consumar la usurpación gracias al
reconocimiento de los legisladores panistas. En los seis años
siguientes habrían de venir las concertacesiones, es decir, las
entregas de gubernaturas estatales, al margen de las urnas, a
militantes del blanquiazul; el estreno de un panista en el gabinete
presidencial (Antonio Lozano Gracia, 1994); la tersa sucesión
Zedillo-Fox en 2000; el respaldo de los priístas a la imposición de
Calderón tras el fraude de 2006 (ahora ya sabemos con nitidez a
cambio de qué) y, en el año presente, la aquiescencia del
calderonato y del panismo a una elección inmunda, a la legalización
de la inmundicia por el Tribunal Electoral y, seguramente, si es que
el resto del país la aguanta, a una toma de posesión moralmente
inviable, el próximo 1° de diciembre.
La convivencia entre los dos partidos
es, pues, un hecho sostenido que dura ya 24 años y que ha llevado a
la sociedad a bautizar a ese régimen bicéfalo con un apelativo
evidente: el PRIAN. El PRIAN no es únicamente, desde luego, una
alianza política inconfesable sino, antes que eso, un acuerdo de
estrategia económica y de sometimiento a las directrices
provenientes de Estados Unidos. El PRIAN es la garantía de
continuidad del modelo neoliberal, el cual requiere de gobiernos
autoritarios, resueltos a violentar las leyes y los derechos y
blindados y excluyentes en el ejercicio del poder.
Lo sorprendente, en todo caso, es que
la existencia de ese pacto mafioso para una alternancia bipartidista
antidemocrática sea tan conocido entre cuadros panistas y que éstos,
conociéndolo, no lo hayan denunciado de manera pública y, en
algunos casos, se hayan prestado a participar en una campaña
presidencial –la de Josefina Vázquez Mota– que, a la luz de este
acuerdo, fue una mera simulación.
Ello es significativo de la bancarrota
cívica del panismo y de la perfecta improcedencia de buscar alianzas
con el blanquiazul para democratizar al país. Esa perspectiva es tan
cándida –en el mejor de los casos– como la de aliarse con
Drácula para enfrentar al hombre lobo, o al revés. También exhibe,
a posteriori, la injusticia de las críticas emanadas de los
chuchos perredistas contra López Obrador, cuando éste se
oponía a una alianza PAN-PRD en el Estado de México, y era acusado
de jugar, de esa forma, para los intereses de Peña. ¿Lo ven? Pues
no: quienes trabajaban para enfilar a Peña a Los Pinos eran aquellos
con los cuales se pretendía establecer alianzas.
Otra inferencia necesaria es que hoy en
día, como en los años 60 y 70 del siglo pasado, quien controla el
Ejecutivo sigue teniendo en sus manos un protagonismo tan ilegal como
indecente en la decisión central en torno a su sucesión.
La campaña, la elección, la
calificación y la confirmación de que el PAN y el PRI son dos
logotipos de un mismo programa de dominación oligárquica llevan,
finalmente, a una conclusión inevitable: poco o nada puede esperarse
de esa formalidad democrática, tan minuciosamente sellada por los
poderes mafiosos, para impulsar los cambios de fondo que le urgen al
país. En tal circunstancia, la primera transformación necesaria es
el desmantelamiento de ese poder anticonstitucional cerrado en sí
mismo y cada vez más contrapuesto y hostil a las aspiraciones de sus
supuestos representados.
1 comentario:
Clarísima exhibición de las complicidades del PAN, los Chuchos, etc. Leerte es respirar una bocanada de aire fresco en este ambiente viciado de desinformación, mentira, simulación, opacidad y penumbra.
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