Temo
que ningún creyente, sea musulmán, judío, cristiano o budista, podrá
convencerme de que la muerte es el comienzo de una vida eterna, y por eso no
consigo alegrarme ante el fallecimiento (así sea en grado de inminencia) de
cualquier persona; por el contrario, estirar la pata me parece un asunto
siempre triste y deplorable. Pero la cosa es que, según algunos, el todavía
dirigente máximo de la cristiandad católica se prepara para colocarse a la
diestra del Padre y, según otros, para viajar al Infierno de los intolerantes,
los dogmáticos y los autoritarios. No me manifiesto por uno o por otro destino.
Me gustaría, en todo caso, que, una vez desprovisto del olor de actualidad, le
rasuraran unos párrafos a sus entradas biográficas en las enciclopedias, y no por
un afán mezquino de regatearle méritos, crímenes o trascendencia, sino para ser
justos con Esteban V, León VII, Agapito II o Juan XI (son sólo ejemplos), a
quienes el Dios de los católicos tenga en su santa gloria, pero de quienes ya
ni Él se acuerda.
Para
muchos que no tenemos vela en ese entierro, acaso próximo, ni voz ni voto en el
cónclave cardenalicio que vendrá después, sería reconfortante que junto con
Karol Wojtyla la grey católica se deshiciera de las demonologías medievales
resucitadas por el próximo fallecido, del anticomunismo que puso a Roma en las
rondas de Reagan, Thatcher y Pinochet, de la exclusión fóbica que ha dejado
fuera de la Iglesia a millones que no pudieron o no quisieron comulgar con la
moralina del pontífice polaco, y de la teología de la sumisión y el sufrimiento
preconizada por Juan Pablo II en el cuarto de siglo de su papado.
Sería
buenísimo, por ejemplo, que el próximo sucesor de Pedro dejara de lado la
campaña actual del Vaticano contra el condón y que colocara a la Iglesia en la
campaña contra el sida. Ello implicaría abandonar las prédicas antisexuales o,
en el mejor de los casos, asexuales, y aprovechar los enormes recursos y las
estructuras clericales para organizar cursillos de educación sexual (sin
descuidar, claro está, los de catecismo). En esa misma línea, y sin sugerir de
ninguna manera que los templos y curas católicos abandonen la administración de
sacramentos y bendiciones, no estaría nada mal que distribuyeran también
preservativos entre sus feligreses (y feligresas, como está de moda decir) a
fin de facilitarles el tránsito por pequeños paraísos mundanos, en tanto les
toca la hora de llegar al Cielo de los elegidos.
A
algunos profanos también nos daría gusto ajeno que la Iglesia católica
depusiera su estrategia de descalificación, calumnias y hostigamiento contra
homosexuales, bisexuales, lesbianas, divorciados, pornógrafos y onanistas,
entre otros practicantes de la soberanía personal, y dedicara las energías y
los recursos correspondientes a denunciar a los responsables de delitos de lesa
humanidad, por muy católicos que sean. Ojalá que el pontífice que viene tenga
la sensibilidad y el discernimiento para oponerse a la tortura, la desaparición
forzada de personas, las ejecuciones extrajudiciales, las masacres de civiles y
el sometimiento militar de pueblos y naciones, y que se fije menos en quienes
deciden acostarse con el hombre, la mujer, el mamífero o el batracio de su
preferencia, siempre y cuando sus compañeros de cama --es decir, el hombre, la
mujer, el mamífero o el batracio en cuestión-- estén de acuerdo con el
ejercicio.
Nos
agradaría, asimismo, y con el mismo desapego, que el próximo Papa se
propusiera, como homenaje a Jesús de Nazareth, incidir en el fin del espantoso
martirio que padecen actualmente los palestinos --muchos de ellos, por cierto,
de filiación cristiana, aunque eso sea lo de menos-- y en la consecución de una
paz fraternal, justa, digna y equitativa en las tierras de las andanzas
bíblicas de Cristo. En esa lógica, sería bueno que el pontífice que sigue se
dejara de ambigüedades y de andar tomando tecito con los presidentes
estadunidenses y se propusiera erigir al Vaticano como una autoridad moral
inequívocamente opuesta a las atrocidades imperiales que hemos presenciado a lo
largo de este siglo naciente.
A
ciertas ovejas descarriadas --no tengo empacho en reivindicar el calificativo--
nos resultaría meritorio un pontificado que concediera a los hombres y a las
mujeres de la Iglesia el libre ejercicio de sus funciones fisiológicas,
incluidas las sexuales, y la satisfacción plena de sus necesidades afectivas,
pero que, al mismo tiempo, dejara de ser cómplice y encubridor de curas
pederastas y violadores, como ocurre actualmente, en los todavía tiempos de
Wojtyla, y como ha venido ocurriendo desde hace muchos siglos.
Pienso,
finalmente, que ésas y otras acciones semejantes podrían constituir la base de
una pastoral ética y eficiente, con la cual el Vaticano no sólo conciliaría sus
políticas reales con los valores básicos del cristianismo, sino se colocaría,
además, y para decirlo en términos de yuppie del
ITAM, en una posición competitiva en el mercado espiritual del naciente siglo.
Me limito a pasar el tip al que sigue y aclaro que, en lo personal, el asunto
ni me va ni me viene, que de antemano me doy por excluido del Paraíso y que
estas reflexiones son absolutamente desinteresadas porque no soy papable ni
elector de papas ni cura ni católico ni cristiano, y ni siquiera creyente.