Casi cinco años después, el 25 de septiembre de 2006, o sea, ayer, La Jornada publicó una nota de Gabriel León Zaragoza en la que se señala: “Hasta hace dos años el número de denuncias por maltrato infantil presentadas en el país fue de 38 mil 554, de las cuales poco más de 22 mil fueron situaciones comprobadas; el número de menores atendidos por diversos abusos fue de 36 mil 645. En estos casos predominaron la omisión de cuidados, las agresiones físicas y las emocionales, la negligencia de sus familiares, los abusos sexuales y la explotación sexual comercial.”
Las cifras de una y otra nota no son equivalentes. La primera es una estimación de menores sexualmente explotados. La segunda es el número preciso de denuncias por maltrato, parte de las cuales se refieren a “abusos sexuales y la explotación sexual comercial”. En los cinco años que separan la edición del 12 de diciembre de 2001 y la del 25 de septiembre de 2006 hay algo más que tomos y tomos de un papel que tiende a ponerse amarillento y quebradizo. En ese lapso, que engloba la mayor parte del sexenio foxista, ocurrió, por ejemplo, el proceso secreto a Marcial Maciel en El Vaticano, la muerte de Karol Wojtyla, la unción como nuevo pontífice de Joseph Ratzinger (gracias a quienes me corrigieron el dislate en la entrega de la semana pasada: Joseph, no John) y la sentencia light contra el fundador de Legionarios de Cristo; en ese lustro Jean Succar Kuri realizó grandes negocios en Cancún, huyó, fue apresado en Estados Unidos y se urdió una trama para protegerlo de la acción de la justicia; Lydia Cacho escribió un libro ahora muy famoso y suscitó en su contra graves intentos de agresión por parte de Kamel Nacif, protector de Succar, y del gobernador poblano, Mario Marín; en ese tiempo se presentó una demanda en Los Ángeles contra el arzobispo primado de la Ciudad de México, Norberto Rivera Carrera, por encubrimiento de un cura pederasta. El DIF sigue meritoriamente preocupado por las amenazas de abuso sexual que derivan de la llamada “situación de calle” de centenas de miles de menores y por el creciente contacto de los niños con Satanás, perdón, con Internet.
Las cifras, con esa terquedad que las caracteriza, indican que la agresión sexual es más frecuente en el entorno inmediato de las víctimas y que la mayor parte de los agresores son personas cercanas: padres, tíos y tías, hermanos, primos, maestros y confesores. Ocasionalmente la nota roja entrega crónicas de un miserable anónimo que va a dar al reclusorio por violar a sus hijas. Con los famosos y con los ricos que no agreden ni explotan a sus hijas ni a sus hijos, pero sí a los ajenos, es diferente. Desde Maciel hasta Norberto, ninguno de los presuntos involucrados en delitos de pederastia o en su encubrimiento, salvo Succar, se encuentra tras las rejas. Es posible que las cifras sigan creciendo. Tal vez sería recomendable ocultarlas o renunciar a la fabricación de compendios estadísticos.
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