Hace 11
años, cuando George Bush padre ordenó la destrucción de Irak, contaba con el
respaldo de buena parte de la comunidad internacional y tenía, además,
argumentos legales y políticos de peso para legitimar la guerra. Con todo y la
perfidia desplegada en ese momento por la diplomacia estadunidense, y sin
ignorar los dobles raseros con que se mueven Washington y Europa en los temas
de Medio Oriente, resultaba imposible justificar al gobierno de Irak en su
ocupación y anexión de Kuwait y las flagrantes violaciones que ello suponía a
las normas básicas del derecho internacional. No era necesario negar que las
dinastías petroleras del Golfo, entre ellas la de los Al Sabah, fueran
antidemocráticas, oligárquicas y corruptas para calificar de inadmisible la pretensión
de aplastarlas por medio de las armas de un ejército invasor. En las semanas
siguientes al allanamiento --primeros días de agosto de 1990-- Saddam Hussein
utilizó el territorio del emirato invadido para ofrecer al mundo una obscena
exhibición de horrores: asesinatos, violaciones, torturas, deportaciones,
saqueos sistemáticos y una masiva y escandalosa toma de rehenes extranjeros. El
mundo fue obligado a recordar, entonces, que la dictadura iraquí no era un
monstruo súbito, sino un gobierno con un experimentado currículum de
atrocidades, incluido el empleo de armas químicas contra tropas regulares
(iraníes) y contra civiles inermes (kurdos), y que Estados Unidos, Europa
Occidental y los propios petromonarcas de Kuwait, Arabia Saudita, Bahrein,
Qatar, Omán y Emiratos Árabes Unidos habían financiado, armado y asistido a la
tiranía de Bagdad para usarla como muro de contención --y como instrumento de
supresión, si fuera posible-- del integrismo islámico, triunfante en Irán, al
que los aludidos percibían, con razón o sin ella, como una grave amenaza.
Con
esos antecedentes, y ante la negativa absoluta y rotunda de Bagdad de devolver
el emirato que se había robado, la demolición de Irak fue una aventura con alto
grado de legitimidad. Más de 25 países, entre ellos varios estados árabes,
participaron en la guerra contra Saddam Hussein, y muchos otros se sumaron de
palabra e intención al empeño.
Hoy en
día las cosas resultan muy distintas. La diferencia principal no es que El
Sátrapa haya decidido, en buena hora, cambiar de papel en la representación y
que ahora interprete a El Humilde, con tan mala técnica y en forma tan poco
convincente como lo deja ver su disculpa a los kuwaitíes (“¿No es posible acaso
que los devotos y santos guerreros de Kuwait se unan a sus contrapartes de Irak
bajo el manto protector del Creador, en lugar de hacerlo al amparo de
Washington, de Londres y de la entidad sionista, para discutir sus asuntos,
siendo el más importante la jihad (guerra
santa) contra los ejércitos de ocupación de los infieles?”), sino que el
gobierno iraquí no parece ser responsable del delito del que esta vez se le
acusa: poseer armas de destrucción masiva. Hace una década no había margen para
dudar si Bagdad había violado o no la legalidad internacional; hoy, en cambio,
no existe un solo indicio que apunte a la existencia de un arsenal químico,
biológico o nuclear en territorio iraquí, a menos que la CIA, siguiendo viejos
hábitos, “siembre” allí unos cuantos barriles de gas mostaza para dar sostén a
la alharaca bélica de su propio gobierno. En la representación ética del
conflicto, el actual presidente de Estados Unidos ocupa el sitio de animal de
rapiña que hace una década correspondía más bien al invasor de Kuwait.
El
previsible repudio mundial no disuadió a Saddam de su afán de apoderarse del
emirato y de su flujo de hidrocarburos; una previsión semejante no modificará
los planes bélicos, de idéntica motivación petrolera, del Bush actual. Pero
algo --no mucho-- puede hacer la conciencia mundial en la definición de los
perdedores de la contienda. Ganadores, por supuesto, no los habrá.