10.12.02

El Humilde


Hace 11 años, cuando George Bush padre ordenó la destrucción de Irak, contaba con el respaldo de buena parte de la comunidad internacional y tenía, además, argumentos legales y políticos de peso para legitimar la guerra. Con todo y la perfidia desplegada en ese momento por la diplomacia estadunidense, y sin ignorar los dobles raseros con que se mueven Washington y Europa en los temas de Medio Oriente, resultaba imposible justificar al gobierno de Irak en su ocupación y anexión de Kuwait y las flagrantes violaciones que ello suponía a las normas básicas del derecho internacional. No era necesario negar que las dinastías petroleras del Golfo, entre ellas la de los Al Sabah, fueran antidemocráticas, oligárquicas y corruptas para calificar de inadmisible la pretensión de aplastarlas por medio de las armas de un ejército invasor. En las semanas siguientes al allanamiento --primeros días de agosto de 1990-- Saddam Hussein utilizó el territorio del emirato invadido para ofrecer al mundo una obscena exhibición de horrores: asesinatos, violaciones, torturas, deportaciones, saqueos sistemáticos y una masiva y escandalosa toma de rehenes extranjeros. El mundo fue obligado a recordar, entonces, que la dictadura iraquí no era un monstruo súbito, sino un gobierno con un experimentado currículum de atrocidades, incluido el empleo de armas químicas contra tropas regulares (iraníes) y contra civiles inermes (kurdos), y que Estados Unidos, Europa Occidental y los propios petromonarcas de Kuwait, Arabia Saudita, Bahrein, Qatar, Omán y Emiratos Árabes Unidos habían financiado, armado y asistido a la tiranía de Bagdad para usarla como muro de contención --y como instrumento de supresión, si fuera posible-- del integrismo islámico, triunfante en Irán, al que los aludidos percibían, con razón o sin ella, como una grave amenaza.

Con esos antecedentes, y ante la negativa absoluta y rotunda de Bagdad de devolver el emirato que se había robado, la demolición de Irak fue una aventura con alto grado de legitimidad. Más de 25 países, entre ellos varios estados árabes, participaron en la guerra contra Saddam Hussein, y muchos otros se sumaron de palabra e intención al empeño.

Hoy en día las cosas resultan muy distintas. La diferencia principal no es que El Sátrapa haya decidido, en buena hora, cambiar de papel en la representación y que ahora interprete a El Humilde, con tan mala técnica y en forma tan poco convincente como lo deja ver su disculpa a los kuwaitíes (“¿No es posible acaso que los devotos y santos guerreros de Kuwait se unan a sus contrapartes de Irak bajo el manto protector del Creador, en lugar de hacerlo al amparo de Washington, de Londres y de la entidad sionista, para discutir sus asuntos, siendo el más importante la jihad (guerra santa) contra los ejércitos de ocupación de los infieles?”), sino que el gobierno iraquí no parece ser responsable del delito del que esta vez se le acusa: poseer armas de destrucción masiva. Hace una década no había margen para dudar si Bagdad había violado o no la legalidad internacional; hoy, en cambio, no existe un solo indicio que apunte a la existencia de un arsenal químico, biológico o nuclear en territorio iraquí, a menos que la CIA, siguiendo viejos hábitos, “siembre” allí unos cuantos barriles de gas mostaza para dar sostén a la alharaca bélica de su propio gobierno. En la representación ética del conflicto, el actual presidente de Estados Unidos ocupa el sitio de animal de rapiña que hace una década correspondía más bien al invasor de Kuwait.

El previsible repudio mundial no disuadió a Saddam de su afán de apoderarse del emirato y de su flujo de hidrocarburos; una previsión semejante no modificará los planes bélicos, de idéntica motivación petrolera, del Bush actual. Pero algo --no mucho-- puede hacer la conciencia mundial en la definición de los perdedores de la contienda. Ganadores, por supuesto, no los habrá.

3.12.02

Diciembre


Ahora empieza la recta final del año y es tiempo de hacer balances sobre este 2002 capicúa, palíndromo numérico que empieza y termina en dos bandos confrontados en una guerra, un puente de 12 peldaños entre dos fábricas de escombro, pantano de calma chicha que comunica dos cenagales de recesión. En lo personal los afortunados del año son los que no empeoraron: quienes todavía tienen casa, familia o país; los que sobrevivieron al desempleo; los náufragos de los recortes presupuestarios; aquellos cuyos hogares no estuvieron en la mira de los aviones de Bush y de Sharon, en los planos de los grupos terroristas ni en los cálculos cotidianos de riesgo/beneficio que realiza la delincuencia desatada; los que no sufrieron la invasión de sus organismos por una cadena de aminoácido que mina las defensas, destruye el círculo social, corroe las esperanzas y acaba con la vida.

Vendrán años mejores. A saber si el próximo, o el siguiente, o alguno en esta década de incertidumbres en la que pisamos, sin acostumbrarnos, el suelo del siglo XXI. Entre las naciones, como entre los niños, las expectativas no terminan nunca, y los segundos empiezan, por estos días, a estrenar su lenguaje en peticiones verbales, cartas o pliegos petitorios --según el índice de desarrollo y la pertenencia a un nicho social determinado-- para Santa Claus o los Reyes Magos. Clara está pensando en un telescopio y en un modelo particularmente espantoso de Barbie y me parece que Sofía se inclina más bien por una muñeca llamada Comiditas. Los anhelos de las dos son merecedores de respaldo incondicional (si alcanza el presupuesto, claro) y hasta de emulación.

Sería saludable para el planeta, por ejemplo, que George W. Bush y Saddam Hussein tuvieran en mente unas muñecas para sentirse realizados y en paz consigo mismos. Pero el presidente de Estados Unidos quiere tener, al pie de su arbolito de Navidad, la cabeza del líder iraquí asentada en hielo seco y metida en una caja de cartón, y Saddam tal vez no haya escrito cartas a Santa Claus porque éste no sabe de caligrafía árabe y porque sería un desprestigio, para el gobernante de los iraquíes, cartearse con una figura tan ajena al Islam. En todo caso, Saddam podría reivindicar las tesis que fijan el origen de los Reyes Magos en Babilonia, cuyas ruinas se encuentran convenientemente situadas para efectos de esta fábula, 90 kilómetros al sur de Bagdad. Y acaso, en los cuartos de hora en los que los inspectores internacionales lo dejan solo con su fisiología, Saddam esté pidiendo más misiles, radares y gases tóxicos de los que podrían transportar un camello, un caballo y un elefante.

Habrá mejores tiempos, también, para los niños que se están muriendo de hambre en Jujuy, y a quienes los Reyes Magos, Santa Claus y el Fondo Monetario Internacional han dado la espalda, para los audaces que creyeron en las promesas de respaldo oficial a los changarros y ahora no tienen con qué terminar este año sórdido y confuso, para los pescadores de Galicia a los que una empresa petrolera les arruinó el cardumen o para los familiares inocentes de algún terrorista palestino a quienes Sharon les demolió la vivienda en una venganza cruel y estúpida.

Es poco lo que podemos hacer, en casa, para quitarnos el sabor amargo de este 2002 que ya empieza a terminarse y en cuya recta final todavía puede darnos más sorpresas desagradables. Hacernos el recuento, en todo caso, ir a comprar los juguetes que traen obsesionadas a las niñas y entender que éste no ha sido un año bueno, pero que vendrán mejores.

26.11.02

Ranas en Kaduna


La frustrada realización del concurso de Miss Mundo en Abuja, Nigeria, dejó un saldo de 215 muertos, medio millar de heridos, unas cuatro mil 500 personas sin vivienda, 22 iglesias cristianas y ocho mezquitas destruidas y severas violaciones a los derechos humanos, según datos de las tres de la tarde del domingo pasado. Además el episodio causó pérdidas económicas no difundidas, pero seguramente cuantiosas, para los organizadores del certamen y para las arcas del país africano.

Esta historia tan triste como estúpida debe de haber dejado un amargo sabor de boca entre quienes visten prendas de Banana Republic, pregonan la consigna bobalicona “piensa globalmente y actúa localmente” y han confundido los comerciales de American Express y Camel con descripciones reales del mundo contemporáneo. En sentido inverso, y si fueran un poco más perceptivos a las realidades sociales y culturales --y menos aficionados a la adrenalina inmediata del disturbio--, los globalifóbicos podrían adoptar a esos dos centenares de muertos nigerianos como ejemplo de las dificultades de globalizar y uniformar a la fuerza a una diversidad humana que no admite reduccionismos y cuyas necedades son plurales y, muchas veces, contrapuestas.

Un caso concreto es el choque de misoginias que tuvo lugar en Nigeria la semana pasada: la misoginia pragmática occidental, que todavía se dedica a comparar ubres, ancas y belfos en una feria en la que el ganado está compuesto por muchachas procedentes de todo el mundo, y la misoginia fóbica de los musulmanes más cavernarios, para la cual habría que reducir a las mujeres a su condición natural de incubadoras y, en todo caso, erradicarlas del paisaje cotidiano.

En las sociedades occidentales u occidentalizadas, los certámenes de belleza, con toda su vulgaridad, pueden ser ofensivos, pero resultan inevitables porque forman parte de la diversidad como valor compartido: el mercado la exige, los partidos la pregonan y ni las posturas feministas más beligerantes y radicales podrían abogar por la censura sin cometer un espectacular harakiri. En esas regiones del mundo, los detractores de Miss Mundo, Miss Universo, Nuestra Belleza y similares tienen claro que la única manera lícita de prescindir del espectáculo (unas pobres ranas hinchadas de ilusiones, que desfilan trabajosamente sobre unos tacones altísimos, convertidas en princesas a golpe de Revlon y Max Factor y que recitan frases de un manual de superación personal comprado a las carreras en el supermercado) es cambiar de canal, saltarse la página o apagar el televisor.

A quienes idearon el concurso en Abuja, Nigeria, no les pasó por la cabeza que, por esas latitudes, el evento no sería un insulto a la razón, sino a la religión de la mitad de los nigerianos. El gobierno de Lagos, ansioso por superar una proyección nacional manchada por las sentencias a muerte --mediante lapidación-- contra mujeres presuntamente adúlteras, se adhirió con entusiasmo al proyecto. Aquello ya no parecía un concurso de belleza --aunque sea en realidad una carrera de efectos especiales entre marcas de cosméticos--, sino de idiotez, y un imprudente redactor confirmó esa tendencia cuando escribió en el periódico This Day, de Lagos, que los musulmanes no tendrían por qué sentirse ofendidos con el certamen, porque si Mahoma estuviera vivo probablemente escogería a una de sus esposas de entre las concursantes.

La redacción del diario fue incendiada por turbas enfurecidas y en Kaduna, Abuja y otras ciudades, musulmanes y cristianos se dedicaron, durante tres días, a asesinarse mutuamente con machetes, hachas, armas de fuego y piedras: 215 muertos y medio millar de heridos, hasta las tres de la tarde del pasado domingo. El gobernador de Kaduna instruyó a las fuerzas de seguridad a que dispararan a cualquiera que vieran incitando a la violencia, y el resultado de esa sabia instrucción no se hizo esperar: mientras una parte de los policías y soldados se consagraban a cuidar a las reinas de la belleza, recluidas en el hotel Nicon Hilton de Abuja, el más elegante del país, otros se dedicaron a disparar a mansalva contra civiles en las calles de esa ciudad; se documentó, también, que en Kaduna los efectivos de seguridad sacaron a 15 musulmanes de sus viviendas, los ejecutaron y tiraron sus cadáveres a un río.

Consternados por la violencia y por sus pérdidas económicas, los organizadores rentaron varios vuelos charter para evacuar de Nigeria a sus ranas maquilladas y transportarlas, sanas y salvas, a Londres, donde habrá de realizarse, en un ambiente menos pasional, la feria ganadera.

19.11.02

Los cerebros de Tubinga


Las masas encefálicas de Ulrike Meinhof, Andreas Baader, Gudrun Ensslin y Jan-Carl Raspe permanecieron largos años al margen de los titulares, resguardados por sus respectivos frascos de formol en un laboratorio de la Universidad de Tubinga. Según la versión oficial, los propietarios originales de esos órganos se suicidaron en prisiones de alta seguridad de Alemania, entre el 9 de mayo de 1976 y el 18 de octubre del año siguiente. Ulrike y Gudrun, las mujeres, decidieron estrangularse, en tanto que Andreas y Jan-Carl optaron por un tiro en la cabeza. Hay numerosos indicios de que Meinhof, Baader, Ensslin y Raspe fueron en realidad asesinados por el Estado alemán, el cual, posteriormente, confiscó sus cerebros peligrosos para buscar el bulbo responsable de la personalidad incendiaria o la glándula que produce ideas terroristas.

En efecto, los cuatro occisos eran gente violenta y poco reflexiva, pero hay que recordar que en aquellos años la afición por las ametralladoras y las granadas de mano era políticamente correcta. Las máximas potencias militares buscaban desesperadamente el flogisto de la sobrevivencia nuclear --librar una guerra atómica y ganarla: he ahí el dilema--, Yasser Arafat se subía a la tribuna de la ONU con un revólver colgado de la cintura, las damas de la alta sociedad centroamericana organizaban colectas piadosas para sufragar los gastos de los escuadrones de la muerte, Estados Unidos provocaba un infierno en el sudeste asiático para implantar el paraíso de la democracia y la libertad, y nadie pensaba en las ocurrencias del Che Guevara de crear muchos Vietnams como un indicativo de trastornos que habrían requerido de ayuda profesional urgente.

En aquel entorno resultaba legítimo promover por cualquier medio la implantación de las propuestas propias para la felicidad universal, y en ese afán los dirigentes y militantes de la Rote Arme Fraktion (RAF; se estima que el grupo estaba compuesto por unas pocas decenas de activistas, dos centenares de elementos de apoyo y un máximo de 3 mil simpatizantes) no daban descanso a los gatillos. Para lograr su noble propósito de liquidar el capitalismo, los terroristas de la RAF incendiaron almacenes, asaltaron bancos, ejecutaron a jueces, fiscales y empresarios y, en colaboración con grupos palestinos radicales, secuestraron aviones repletos de burgueses. En respuesta, el gobierno de Bonn desató una represión desmesurada que causó mucho más daño al estado de derecho que los propios terroristas.

Con sus principales dirigentes en prisión, la RAF libró una guerra sin cuartel, a punta de aerosecuestros, para lograr la liberación de Meinhof, Baader y los demás. Uno de esos episodios fue el célebre desvío de un avión de Air France a Entebbe, Uganda, acción que fue abortada por comandos israelíes; el gobierno de Bonn replicó con un boletín en el que se informaba de la muerte en prisión, por ahorcamiento, de Ulrike Meinhof; el asunto culminó con el secuestro de un aparato de Lufthansa que iba de Mallorca a Frankfurt y que terminó en Mogadiscio, Somalia, en donde unos comandos alemanes liberaron a los pasajeros y mataron a tres de los cuatro secuestradores. Unas horas más tarde, las autoridades germanas aseguraron sin rubor que los cabecillas de la RAF que permanecían en la cárcel de alta seguridad de Stuttgart habían cometido suicidio colectivo. En todo caso, sus cerebros fueron preservados y encomendados, para su estudio, al profesor Juergen Peiffer, de la Universidad de Tubinga.

El pasado fin de semana se denunció la desaparición de los órganos. Peiffer aclaró que, cuando él se retiró, en 1988, dejó los órganos en un anaquel de su laboratorio y que no supo más. Nadie tiene claro si las masas encefálicas fueron hurtadas, si un intendente rompió por descuido los frascos y luego borró las huellas, si los cerebros decidieron pasar a una condición de clandestinidad aún más severa que la muerte clínica o si escaparon de su encierro para buscar un poco de afecto.

12.11.02

Terroristas


O es manriquismo a ultranza, pero hace 100 años la lucha contra los terroristas era mucho más fácil que ahora. Un puñado de conspiradores, casi siempre laicos y lúcidos, preparaban sus acciones durante muchas semanas y luego, plop, hacían volar por los aires a un zar o a un ministro. El finado recibía unos funerales solemnes, con el carruaje mortuorio tirado por percherones blancos, y a continuación el poder afectado iniciaba una cacería humana generalmente breve, que concluía con el ahorcamiento de él o los infelices que habían osado romper el orden público. Tales episodios no solían provocar dilemas morales en ninguno de los bandos --porque ambos estaban convencidos de estar en lo correcto-- y ni siquiera en el resto de la sociedad, cuyos miembros salían indemnes del trance. Eran guerras claras entre unos iluminados que combatían la atrocidad institucionalizada de los gobiernos mediante acciones igualmente atroces, pero aisladas y dirigidas específicamente a los directamente responsables de los abusos. Hoy, el conjunto de la clase política española puede rasgarse todas las vestiduras que quiera pero, en una fecha tan tardía como el 20 de diciembre de 1973, el homicidio del almirante Carrero Blanco, en pleno Madrid, a manos de ETA, generó una oleada mundial de simpatía y atracción hacia los asesinos, tan amplia como el repudio a las carnicerías de inocentes que perpetran, hoy, los separatistas armados.

Ahora, cuando los monarcas se han convertido en mera comidilla para escándalos sexuales y los gobernantes efectivos pasean demasiado blindados como para matarlos de un bombazo, no existe margen, salvo el siquiátrico, para felicitarse por las masacres de civiles que cometen los terroristas del presente, especialmente los confesionales, ni para aplaudir tomas de rehenes multitudinarias o ejecuciones de inocentes. Una cosa es toparse con la muerte porque eres carnicero del franquismo, o Somoza, o Pinochet, y otra, bien distinta, volar por los aires porque fuiste a comprar pan, o saliste a bailar, o tomaste un avión en un viaje de negocios.

El contraterrorismo, por su parte, también ha perdido la precisión en sus objetivos. Hoy ya no se contenta con ahorcar o fusilar a los responsables intelectuales y materiales de un atentado, sino que prefiere destruir todo su entorno. Así lo hace Israel en la Palestina ocupada, así lo hizo Estados Unidos en Afganistán, así lo hace Putin en Chechenia. A los restaurantes y centros comerciales destruidos (con todo y sus ocupantes, sí) en los atentados explosivos se responde con el arrasamiento de barrios, pueblos, ciudades y países. La dinamita y la goma-2 han sido sustituidas por sustancias mucho más potentes, pero la soga de la horca o el pelotón de fusilamiento han sido, a su vez, remplazados por fuerzas aéreas completas, dotadas de un poder de destrucción realmente cautivador.

Lo anterior viene a cuento porque a inicios de esta semana los líderes máximos de la Unión Europea acordaron con Vladimir Putin acciones comunes de lucha contra el terrorismo. Europa occidental se escandalizó cuando Milosevic arrasó a los bosnios y después a los kosovares. Ahora, en cambio, parece que van a ayudarle al gobernante ruso a hacer otro tanto con los chechenos.

5.11.02

Simulaciones


Fue en marzo, junio o agosto pasados, en una de las numerosas ocasiones en las que las fuerzas israelíes de ocupación han tenido a Yasser Arafat agarrado del cogote en una ruina de Ramallah, y cuando los soldados de Tel Aviv practicaban su puntería sobre los habitantes civiles en otros puntos de Cisjordania, una funcionaria del gobierno de Israel me hizo el favor de explicarme que esas medidas eran dolorosas pero que las autoridades de Tel Aviv no tenían más remedio que aplicarlas y que, ahora sí, se acabarían los atentados terroristas en los territorios israelíes propiamente dichos. No sé cuánta gente descuartizada han dejado los ataques dinamiteros perpetrados de entonces a la fecha en el campo israelí, cuántos palestinos han sido convertidos en cadáveres por las fuerzas de ocupación, y ya no parece relevante cuál de los bandos batea ahora en el turno de la venganza.

La simulación de humanismo del gobierno de coalición era tan escandalosamente inverosímil que Shimon Peres y los suyos hubieron de salir de escena y dejar solos en el poder a los entusiastas de la guerra. Pero los cambios en los gabinetes palestino e israelí, coincidentes en el tiempo, tampoco lograrán poner término a la carnicería; conseguirán, a lo sumo, poner en evidencia una doble simulación: la de una autoridad “nacional” palestina, que ha dejado de existir, y la de una democracia israelí “a la occidental”, que en realidad ha sido, desde siempre, rehén de integrismos políticos y religiosos y que carece de capacidad para negociar la paz.

Hace una semana Saddam Hussein provocó la hilaridad mundial al ganar, con ciento por ciento de los votos, un referéndum sobre su permanencia en el poder. Su triunfo superó incluso las cifras del Partido Comunista Cubano, el cual, cada vez que se ha consultado si debe seguir gobernando Cuba, se ha mostrado invariable y abrumadoramente de acuerdo consigo mismo. Estados Unidos, por su parte, ha demostrado ser una nación tan respetuosa de las minorías que hace dos años se le cedió la Presidencia a un hombre que perdió las elecciones.

George W. Bush no llegó a la Casa Blanca como consecuencia del sufragio popular mayoritario, sino gracias a las triquiñuelas electorales de su hermano Jeb, en Florida. Desde un primer momento dio muestras de su gusto por la mediocridad y la sombra, y acaso habría seguido así durante su periodo. En realidad, Bush hijo le debe la existencia a Osama Bin Laden, tanto como éste fue engendrado --política y administrativamente, al menos-- por Bush padre en los tiempos aciagos de la ocupación soviética de Afganistán. No está claro hasta ahora si la simulación reside en las amistades cruzadas entre las dinastías Bush-Bin Laden o en la confrontación sangrienta y costosísima en la que ambas partes dicen estar enfrascadas.

Hay muchos otros ejemplos. En lo inmediato, en este mundo uno no puede ya pasearse por ahí, con el riesgo de entrar en contacto con discursos oficiales, y sin intérpretes a la mano.

29.10.02

Anestesia


El gobierno ruso tuvo una espléndida idea para resolver la crisis de los rehenes en el teatro del antiguo Palacio de la Cultura de Moscú: dormir a los terroristas chechenos mediante la aplicación, en el local, de un gas inocuo con propiedades anestésicas. De esa manera las tropas especiales del Ministerio del Interior podrían quitarles a los rehenes, también dormidos, con la misma suavidad con la que se le retira el oso de peluche a un infante para que no le estorbe el sueño.

Visto con atención, el plan del gobierno de Putin era casi perfecto. Lo único que no resultaba factible era que las fuerzas de asalto repartieran catres, almohadas y cobijas para que los terroristas chechenos y sus secuestrados pudieran abandonarse a un sueño reparador mientras los primeros eran rescatados de los segundos, y los segundos eran rescatados de sí mismos por un gobierno maternal y hasta consentidor.

Era una idea tan astuta como humanitaria que habría evitado un baño de sangre, ataques cardiacos entre los espectadores retenidos y hasta golpes. Si funcionaba correctamente, el método podría ser sistematizado y exportado a países necesitados de herramientas de coerción suave.

Es cierto que no funcionó a la perfección, que casi 120 rehenes se quedaron dormidos para siempre, que otros 200 permanecen hospitalizados y que algunos de los asaltantes recibieron el tiro de gracia mientras soñaban que saltaban en una pradera verde y cálida. Pero lo verdaderamente importante de esta historia no es el número de fallecimientos, sino la propuesta de que un crimen es menos atroz si se ahorra el sufrimiento a la víctima. En el fondo, las buenas intenciones de Putin y sus empleados se hermanan con las ideas de las autoridades penales de Estados Unidos sobre la pena de muerte: en la triple inyección con que se ejecuta a los condenados la primera sustancia es un sedante, y la segunda un anestésico general; cuando el pobre diablo recibe la tercera carga, la mortal, se encuentra tan consciente como una lechuga hervida.

Es razonable suponer que, tras la experiencia lograda por las fuerzas especiales moscovitas, se popularicen, en la lucha contra el terrorismo, nuevos instrumentos de tecnología y piedad avanzadas, como balas y cuchillos con anestesia de efecto fulminante. También habría que pedir al gobierno ruso que revele, por caridad, el secreto de su gas, a fin de que éste, de ahora en adelante, pueda ser esparcido sobre los campos de batalla --ciudades palestinas, villorrios afganos, hoteles balineses, autobuses israelíes-- segundos antes de que las armas realmente mortíferas entren en acción. De esa manera se lograría un adelanto enorme en la ética del poder, porque podría empezar a hablarse del ejercicio de una violencia humanitaria.

22.10.02

El francotirador


Hace 39 años, Lee Harvey Oswald cambió la historia de Estados Unidos con un rifle para cazar venados. Según la versión oficial, ese solo instrumento, operado a cientos de metros de su objetivo, bastó para destruir la masa encefálica del entonces presidente John Fitzgerald Kennedy, situar en la Casa Blanca a un texano no muy distante del analfabetismo (justo como el actual) y desencadenar sobre la población del país vecino una sensación de desamparo y orfandad en cuya superación se han invertido, desde entonces, muchos miles de billones de dólares. Estados Unidos es una nación belicosa, y esas sumas astronómicas sólo por excepción han servido para financiar décadas-hombre de divanes sicoanalíticos; en su enorme mayoría, los dólares se han ido en máquinas, sistemas, instalaciones, satélites, circuitos y lámparas para identificar, iluminar, neutralizar y destruir a un enemigo nacional cruelmente ubicuo y dotado de una increíble capacidad de transformación y mutación.

El siguiente gran ataque a la seguridad (espiritual y física) de los gringos ocurrió hace un año, y requirió muchos más medios materiales que un simple rifle de cacería. Según la versión oficial, Al Qaeda empleó 19 operadores (el vigésimo, al parecer, se quedó dormido y perdió el vuelo), cuatro aviones de pasajeros, cientos de miles de litros de combustible, dos edificios de fama mundial y más de 3 mil cuerpos humanos --el evidente interés de los terroristas estaba en los organismos, no en los individuos-- para producir un shock que superó, con mucho, el asesinato de Kennedy. A diferencia de lo ocurrido en Dallas, en Nueva York no fue necesario eliminar la masa encefálica del presidente, acaso porque el de turno ha dado muestras de no tener demasiada.

Uno de los indicios más sólidos de lo anterior es que, para reparar la seguridad (síquica y militar) de un país devastado por esos ataques, hace cosa de un año George W. Bush pidió y obtuvo de su Congreso un presupuesto militar de 318 mil millones de dólares, aplicables tanto dentro como fuera del territorio de Estados Unidos. No se le ocurrió que la destrucción de Al Qaeda no requiere de más bombarderos, submarinos, misiles crucero, satélites y tanques sino, sobre todo, de una ardua labor de diplomacia, de inteligencia, de acciones encubiertas y, en una actitud propositiva, de programas para el desarrollo y la cooperación internacional. Este mes, el Legislativo y el Ejecutivo de Estados Unidos decidieron incrementar el presupuesto de defensa en 12 por ciento para el año próximo.

Con una pequeña fracción de esas sumas disparatadas, ya se sabe, el mundo podría realizar grandes avances en materia de combate a la pobreza, de contención de la epidemia de sida o de promoción de la cultura. Pero no es ése el punto. Lo más triste es que el gobierno de Estados Unidos, con todo y sus 318 mil millones de dólares, no ha sido capaz de proteger la vida de nueve ciudadanos asesinados de un solo balazo, cada uno por alguien o algo interesado en generar una nueva ola de terror en los suburbios de la capital del país más poderoso --y el más impotente-- del mundo.

Habida cuenta de la participación del Pentágono en la cacería de sospechosos, es justo equiparar a quien sea el responsable de los homicidios con las fuerzas armadas de Estados Unidos, y constatar que el francotirador --si es que es uno, si es que existe, si es que no se trata de un equipo de exterminadores concebido para generar quién sabe qué efectos en la opinión pública-- se ha anotado un demoledor y horrendo triunfo en materia de rentabilidad y correlación de costo-beneficio: hasta ayer, una camioneta blanca, unas cartas de tarot y un rifle de asalto calibre .223 habían logrado derrotar los esfuerzos multimillonarios que realiza el gobierno de Estados Unidos para garantizar la vida de sus ciudadanos. A menos, claro, que los homicidios de Maryland sean una parte inconfesable de tales esfuerzos.

8.10.02

Doctor Guevara


En Rosario cae la tarde. Hace ya mucho tiempo que el doctor Guevara alcanzó la edad en la que la razón corroe las convicciones morales absolutas: a sus 74 años mira hacia atrás, contempla la obra de su vida y se siente feliz, pese a todo. El mundo no cambió en la manera radical que él, siendo joven, habría esperado; la historia se movió en direcciones contradictorias y ahora todo está, a un tiempo, peor y mejor que antes. Él, en este albor de milenio nuevo, también está peor y mejor que en los idílicos años 50, cuando estuvo a punto de embarcarse con los jóvenes soñadores que intentaron hacer una revolución en Cuba y que murieron –todos-- ametrallados por las tropas de Fulgencio Batista en la Playa de las Coloradas, justo después de desembarcar de un yate de recreo antes de que pudieran internarse en la zona de manglares, rumbo a la Sierra. “En el año 1956 seremos libres o seremos mártires”, había declarado Fidel Castro, el líder de aquella aventura, y resultó lo segundo.

En ocasiones, el doctor Guevara recuerda esa época y sueña con el mundo que sería si él hubiese subido a la embarcación para morir unos días después en una playa extranjera. Tal vez se habría convertido en una leyenda mundial, en el paradigma de la generosidad y el sacrificio, en el ejemplo de la entrega desinteresada a causas ajenas y extrañas. Acaso su cara de muchacho imberbe hubiese sido estampada por miles, junto con las de los otros expedicionarios, en los billetes de banco y en los edificios de la nueva Cuba. Pero las cosas ocurrieron de diferente manera, y a él le parece que la vida es un compendio de satisfacciones y de frustraciones que en total suman algo muy cercano a cero, pero que vale la pena tal como es y por sí misma.

El doctor Guevara desperdició esa oportunidad remota de convertirse en un héroe mítico --o, quién sabe, en un mero organismo muerto y desamparado, tostado por el sol de una playa extranjera-- pero después de esas noches frías de México al lado de Castro y sus cubanos revolucionarios volvió a interesarse en la medicina. Regresó a la universidad, cursó estudios superiores en epidemiología e inmunología y, durante una década, se concentró en la investigación. Se dejó llevar por una intuición genial, siguió una pista que parecía conducir a una relación entre ciertos cuadros de asma e irregularidades hormonales, y vivió la sensación impagable de estar a centímetros de un hallazgo fundamental.

Castro, por su parte, sí que se convirtió en un ídolo póstumo. Batista fue derrocado unos años después del fallido desembarco por un grupo de militares jóvenes que convocaron a elecciones. Un hermano menor de Castro, Raúl, que se había quedado en México, aprovechó el súbito clima de libertad para volver a Cuba, reagrupar a los cabos sueltos del Movimiento 26 de Julio y lanzar su propia candidatura presidencial tomando como bandera la memoria del hermano mártir. El doctor Guevara no sonríe cuando recuerda el triste y escandaloso final del gobierno de Raúl Castro, a mediados de los 60. Prefiere evocar la etapa siguiente a la de la investigación, cuando volvió a Rosario y se enfrascó en una campaña titánica con la burocracia gubernamental para fundar, allí, el Centro de Investigación de Alergias, el Cenia, una institución modesta pero que es, a fin de cuentas, la obra de su vida.

Anochece ya en Rosario y una nieta adolescente del doctor Guevara llega a la casa de su abuelo amadísimo. El anfitrión se pone feliz y respira con la serenidad de un hombre que ha podido escoger entre dos cursos de vida radicalmente distintos. Optó por uno que le permitió convivir con su primera y con su segunda esposas, con sus hijos y, durante unos años, construir juguetes rústicos y fascinantes para sus nietos amados. Sabe, con la sabiduría de la madurez, que no escogió entre el bien y el mal, sino entre el deber y el deseo. Eso sí, no cambia por nada la satisfacción animal de estar vivo, a pesar de los achaques, ni la tranquilidad moral de haber salvado muchas vidas y no haber provocado, inducido ni pregonado la muerte de nadie. A veces le gusta imaginar su cara de joven desafiante puesta como ejemplo de martirio solidario, pero luego recapacita y se pregunta, con pudor y desagrado, si un icono de ese tipo no habría sido incorporado a la imaginería oficial, un tanto aburrida y asfixiante, de los gobiernos emanados de la revolución socialista latinoamericana que tuvo lugar entre 1972 y 1979 y que estableció, en el subcontinente, el actual régimen confederado: solidario, sí, pero corrupto; soberano, sí, pero antidemocrático; participativo, sí, pero corroído por la burocracia; aferrado, en fin, a un paradigma obsoleto. Y el doctor Guevara no puede evitar una sonrisa al pensar que Cuba es, precisamente, el único país de la región que permaneció ajeno a ese proceso porque los tres años atroces de la presidencia de Raúl Castro vacunaron para siempre a la población contra cualquier idea de revolución o socialismo.

1.10.02

Antisemitismo


El antisemitismo es el odio a los judíos, es decir, a quienes practican las costumbres religiosas, sociales y calendáricas propias del judaísmo.

El antisemitismo más primitivo y ramplón justifica el odio a los judíos porque éstos, supuestamente, mataron a Jesús, quien a fin de cuentas era uno de los suyos. Los cristianos, para quienes Jesús era El Bueno, concluyeron con facilidad que los judíos eran, en consecuencia, Los Malos: se robaban a los niños, se los comían, y en sus ceremonias de culto ratificaban su alianza con Satanás. Por singularidad cultural y religiosa o por trashumancia, los judíos parecían aliados naturales de las brujas, de los gitanos y de la gente de teatro, a la cual también le estaba vedado el descanso eterno en tierras consagradas.

El antisemitismo moderno, más sofisticado pero no menos estúpido, argumenta que los judíos son los culpables de todas las conspiraciones imaginables contra la paz, la estabilidad, la democracia y la felicidad de los pueblos. Desde ese imaginario se les ha asociado con los masones, con los bolcheviques y con los homosexuales.

El miedo o el odio a los judíos, en tanto que personas, se convirtió en incapacidad para imaginar que ese grupo de seres humanos pudiera ser sujeto de alguna clase de derecho. En diversos países europeos se les prohibió la propiedad de tierras, Stalin los expulsó del Partido Comunista y de los sindicatos, y el régimen nazi de Alemania concluyó que la mera existencia de los judíos resultaba ofensiva para el pueblo ario y se dedicó, en consecuencia, a asesinarlos en masa.

Sería iluso desconocer que diversas formas de antisemitismo aún están presentes --de manera sutil o brutal-- en sectores y expresiones de las sociedades contemporáneas. Sentir ascos porque el yerno o la nuera asisten a la sinagoga, suponer que el incremento del desempleo es una conspiración cocinada en el Deportivo Israelita, profanar un cementerio hebreo, afirmar que Auschwitz y Dachau eran en realidad albergues humanitarios, desear que Saddam Hussein aviente sobre Tel Aviv unos misiles rellenos de Baygón o ponerse a dar brinquitos de felicidad porque una docena de israelíes resultaron destripados en el atentado terrorista del día son, en magnitudes y gravedades diversas, expresiones claras, inequívocas y contundentes del antisemitismo que persiste entre nosotros y que constituye, a estas alturas, una intolerable vergüenza.

Hoy, en función de necesidades políticas y diplomáticas de la coyuntura, el gobierno de Ariel Sharon pretende convencer al mundo de que cualquier crítica a sus salvajadas es, también, una manifestación de antisemitismo. Se trata de un chantaje inaceptable para los gentiles que tenemos una noción, así sea somera, del humanismo hebreo, o para quienes sostenemos vínculos de amistad, afecto y afinidad con integrantes de las comunidades judías.

Al afirmar que Sharon es genocida, cruel y pernicioso para el futuro de Israel y de toda la región no conlleva carga alguna de antisemitismo. Afirmar lo contrario es tan absurdo como hallarle connotaciones antimexicanas a la consigna “Díaz Ordaz, asesino”, como decir que quienes criticaban a la dictadura de Pinochet eran enemigos de Chile --Pinochet lo aseguraba, claro-- o como descubrir una traición a Latinoamérica en quienes sostuvieron, en su momento, que los gorilas argentinos no iniciaron la guerra de las Malvinas por patriotas, sino por imbéciles.

Condenar las masacres de civiles palestinos por las fuerzas de ocupación israelíes no es antisemitismo. Deplorar que Sharon y los suyos estén llevando al Estado hebreo a equipararse moralmente con Hamas y Hezbollah no implica ninguna suerte de fobia antijudía. Exigir que Israel acate las resoluciones de la ONU que le ordenan retirarse de las tierras palestinas no es antisemitismo. Señalar la necesidad de una reforma profunda del Estado israelí para que pueda convivir en paz con sus vecinos árabes no es antisemitismo. Demandar, incluso, que la comunidad internacional dé a Sharon un trato comparable al que reservó a Slobodan Milosevic no es antisemitismo. El clamor por el respeto a la legalidad internacional no debe confundirse --como lo quisiera Sharon-- con el barullo de un pogromo.

Lo que el gobernante de Israel ha perpetrado y sigue perpetrando día con día en Cisjordania, Gaza y la Jerusalén oriental es criminal y repudiable, y tales adjetivos no guardan relación ninguna con la condición judía del responsable. Si fuese obra de un druso, de un kurdo, de un salvadoreño o de un grecochipriota, seguiría siendo, por igual, una atrocidad.

17.9.02

Prioridades


Según las cifras oficiales del Departamento de Estado, en 2001, año emblemático, el terrorismo dejó un saldo de 3 mil 240 estadunidenses muertos y 90 heridos. El total de víctimas en el mundo fue de 4 mil 655, entre muertos y heridos, en un total de 348 ataques. El año anterior las cifras fueron, respectivamente, de mil 205 y 426; en 1999 el Departamento de Estado registró 395 atentados que produjeron, entre muertos y heridos, 939 víctimas. En 1998 el saldo fue de mil 500; en 1997 de 914, y en 1996, de 3 mil 225. Es decir, un promedio anual, en el último sexenio, de 2 mil 73 bajas anuales. Ciertamente la oficina que dirige Colin Powell no incluye en esas cifras los actos que perpetran Washington y sus aliados más cercanos, como el terrorismo de Estado de Israel, que cada año se cobra cientos o miles de víctimas palestinas. Si el mundo fuera absurdamente simétrico --que no lo es-- podría decirse que el terrorismo de los buenos mata un número igual de personas que el terrorismo de los malos, y tendríamos, entonces, el doble de víctimas anuales: 4 mil 146. Un volumen terrible e inaceptable de sufrimiento humano, qué duda cabe.

Con el propósito humanitario y encomiable de reducir esa cifra, el gobierno de George W. Bush llevaba gastados, hasta mediados de este año, unos 263 mil millones de dólares. Si la Casa Blanca se decide, a eso habrá que sumarle el costo de invadir Irak y deponer a Saddam Hussein (200 mil millones de dólares, según lo dijo en su edición de ayer The Wall Street Journal, citando a Lawrence Lindsey, jefe del Consejo Económico Nacional de la Casa Blanca). Habida cuenta de la reticencia de la ONU y de los aliados tradicionales de Washington (Europa, salvo Inglaterra, y las monarquías petroleras del Golfo, que sufragaron en buena medida la primera guerra de Bush contra Saddam), la segunda suma tendría que ser sufragada casi íntegramente por los contribuyentes de Estados Unidos.

Basta con observar alguno de los videos de Osama Bin Laden para calibrar la abyección ideológica y moral del personaje, e igualmente sencillo resulta la tarea de documentar la maldad de Saddam Hussein y de su régimen.

Pero hay un abismo entre eso y convertir a ambos personajes en los más peligrosos enemigos de la humanidad (incluso sumándoles, si gustan, a Kadafi, a los ayatolas iraníes y a los gobernantes norcoreanos). Comparado con la drogadicción, el sida o la tuberculosis, el terrorismo es un riesgo insignificante. Resultan odiosos de necesidad los ejercicios de comparación de pérdidas de vidas, pero las mil 205 víctimas mortales que las cuentas de Powell atribuyen en 2000 al terrorismo no guardan ninguna proporción con los 4 millones 300 mil personas que murieron ese mismo año a causa del sida. La renuencia de los estadunidenses a usar condón provoca anualmente 15 veces más víctimas que los atentados del 11 de septiembre contra el World Trade Center y el Pentágono. La tuberculosis, por su parte, provoca en el mundo unos dos millones de muertos al año, a decir de la Organización Mundial de la Salud. Desde una perspectiva numérica, la heroína es mucho más peligrosa para los ciudadanos de la Unión Europea que el conjunto de las organizaciones terroristas del mundo: entre 1996 y 2001 se registró un promedio anual de 28 europeos muertos o heridos en actos terroristas; en ese mismo periodo se registraron entre 6 y 7 mil ciudadanos fallecimientos anuales entre ciudadanos del viejo continente que se consolaron las venas en forma abusiva.

Tal parece que ahora el gobierno de Estados Unidos va a gastar, en la nueva destrucción de Irak, los 200 mil millones de dólares que América Latina necesitaría, en los próximos 20 años, para erradicar las condiciones que hacen posible la epidemia de cólera. Una suma semejante, invertida en investigación, desarrollo, atención sanitaria y educación, permitiría reducir sustancialmente las víctimas del sida en todo el planeta, y acaso descubrir y producir una vacuna contra el VIH. Pero el presidente Bush no tiene los dos dedos de frente que se requieren para darse cuenta de que la invasión de Irak es, entre otras cosas, un desperdicio de recursos imperdonable en el mundo actual, que constituye un nuevo agravio contra los miles de millones de miserables que lo habitan y que abonará, por ello, nuevos afanes terroristas contra Estados Unidos.

10.9.02

Los onces


El 11 de septiembre de 1973 en Chile y el 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos no tienen nada que ver, salvo por un dato: ambas fechas marcan el nacimiento del miedo.

A media mañana del día 11 unos aviones de la fuerza aérea chilena bombardeaban el Palacio de la Moneda; mientras tanto, en el resto del territorio chileno, los uniformados iniciaban una cacería de seres humanos que se prolongó durante más de tres lustros y que marcó, para los latinoamericanos, el comienzo del terror omnímodo. Con la canallada del 11 de septiembre la desaparición, la tortura y la persecución política encarnizada dejaron de ser referentes lejanos e infierno de minorías y se volvieron parte de nuestra vida cotidiana.

Con o sin dictaduras formales de por medio, con o sin la interrupción formal de la democracia, el abogar por el sufragio ciudadano, el leer una polémica antiquísima entre dos socialdemócratas rusos, el participar en un sindicato, el tener un tío segundo involucrado en una lucha agraria, el ubicarse a 200 metros de una revuelta estudiantil, el escribir, pintar, bailar, vestirse diferente, tener el pelo largo, se convirtieron en delitos de lesa patria. Por realizar esas actividades o hallarse en esas situaciones uno podía terminar en la incertidumbre y la penuria del exilio. O peor: en los sótanos de un edificio gubernamental cualquiera, con la cabeza metida en un bote de excrementos y los genitales conectados a la corriente eléctrica. O peor: con las manos atadas a la espalda y la masa encefálica reventada por un balazo a quemarropa. O peor: convertido en un nombre y una fotografía en una lista enorme de desaparecidos. Esas eran las reglas del juego en casi todos los países de América Latina.

Entre los terroristas que se conjuraron para imponernos el miedo como forma de vida hubo civiles y militares, y muchos de ellos tenían --y aún los conservan-- nombres y apellidos: Richard Nixon, Henry Kissinger, Augusto Pinochet, Jorge Videla, Hugo Bánzer, Luis Echeverría, Estela Martínez de Perón, Juan María Bordaberry, Efraín Ríos Montt, Anastasio Somoza, Joaquín Balaguer...

Entre campesinos, obreros, estudiantes, maestros, profesionistas, amas de casa, artistas, abuelas con sus nietos y sobrinas con sus tíos hubo cientos de miles de muertos. Hoy, hemos empezado a vencer el miedo.

***

En la mañana del 11 de septiembre de 2001, dos aviones se estrellaron contra las torres gemelas de Nueva York y un tercero cayó en la sede del Pentágono. Entre programadores, secretarias, agentes de Bolsa, meseros, mensajeros, agentes de seguros y otros hubo más de 3 mil muertos. El trágico suceso marcó, además, el comienzo de una cacería de seres humanos sin nombres ni apellidos (a menos que uno posea una estructura síquica de cómic de Batman, como la que ostenta George W. Bush, y sea capaz de tragarse el cuento de Al Qaeda y Osama Bin Laden), una cacería que aún perdura y que ha costado miles de muertos en el remoto suelo de Afganistán: niños, adultos y ancianos incinerados vivos, soldados analfabetos asfixiados en contenedores, pastores aplastados por bombas, jóvenes fanáticos torturados. Hasta entonces, Afganistán vive en el terror de los talibanes; desde entonces vive en el terror de los bombardeos y no tiene para cuándo superar la destrucción, la muerte y el miedo.

Los estadunidenses, tampoco. Ahora va a cumplirse un año de la tragedia y en la sociedad estadunidense ha quedado sembrada la posibilidad de nuevos actos de terror larvados por el odio, y todos en el planeta participamos de ese miedo.

Fuera de esas paradojas, el 11 de septiembre de 1973 en Chile y el 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos no tienen en común nada de nada.

3.9.02

La lapidación de los amantes


La opinión pública de Occidente se ha movilizado para salvar de la muerte a Amina Lawal, campesina nigeriana condenada a la lapidación por el juez islámico Nasiru Bello Daji, quien consideró imperdonable que la mujer haya tenido relaciones sexuales ocasionales con un pretendiente. De esos encuentros nació Fátima, una bebé de meses. Amina es además madre de otros dos hijos. A principios de año otra mujer acusada de haberse embarazado fuera del matrimonio, Safiya Husaini, también sentenciada a la lapidación por un tribunal islámico nigeriano, fue salvada por la protesta mundial de organizaciones y gobiernos. En el vecino Níger, los amantes Amadou Ibrahim y Fátima Usman (32 y 30 años, respectivamente) fueron condenados a fines de agosto a morir bajo la lluvia de piedras, también en cumplimiento de la sharia, por haber cometido adulterio. En mayo se les había sentenciado a cinco años de cárcel, pero el padre de la mujer consideró que se trataba de un castigo demasiado benigno y apeló del fallo ante el tribunal de New Ganu.

En Níger la esperanza media de vida no pasa de los 41 años y en Nigeria apenas alcanza los 50. En el primer país, casi dos de cada 100 habitantes están contagiados de VIH; en el segundo hay unos 3 millones 500 mil seropositivos, en una población que oscila entre 101 y 123 millones, según las fuentes, todas las cuales advierten que sus cifras son inciertas, y no sólo debido a los más recientes avances de la epidemia, sino también por la falta tradicional de estadísticas confiables. Aun así se considera a Nigeria el Estado más densamente poblado de África y uno de los más corruptos del mundo.

Injusticias tan atroces como las que sufren Amina, Safiya, Amadou y Fátima son sin duda merecedoras del repudio internacional, y las campañas emprendidas en Occidente para salvar las vidas de esas personas tienen toda la justificación moral del mundo. La lapidación de los amantes no sólo es horrenda porque constituye una práctica específica de la pena de muerte, sino también porque se ejerce contra quienes, desde la perspectiva del derecho occidental moderno, son inocentes de toda culpa.

Es paradójico, sin embargo, que Estados Unidos y Europa occidental, obsesionados con las reales o supuestas amenazas terroristas procedentes de Medio Oriente y Asia Central, no perciban los peligros que se gestan en los hervideros demográficos africanos, diezmados por el sida, fanatizados por el Islam más distorsionado que pueda imaginarse y abandonados por gobiernos inexistentes o en franco proceso de disolución. Los gobiernos de Libia, Irak e Irán, villanos favoritos del momento, podrán ser dictatoriales y antioccidentales, pero no puede dudarse de su control efectivo --y hasta excesivo-- sobre población y territorio. En África central, en cambio, nadie está a cargo de nada, las instituciones nacionales son menos que embrionarias y los agravios de Occidente son allí mucho más dolorosos y sangrientos que en Levante y el centro de Asia. La falta de interés mundial hacia esos países es criminal, pero además suicida. Ahora los tribunales islámicos de Níger y Nigeria condenan a la lapidación a los amantes furtivos; un día de éstos, si las cosas siguen como van, pueden empezar a reclutar a los nuevos mártires de una guerra santa contra Occidente que estará, en todo caso, fundamentada en agravios monumentales.

27.8.02

El dilema


El deporte de erigir catedrales góticas consume un montón de madera, y en el afán de construir esos recintos los arquitectos medievales acabaron con la mitad de los bosques de Europa. Los teotihuacanos clásicos pelaron los cerros que circundan la Ciudad de los Dioses en un intento por dar viabilidad, con las tecnologías a su alcance –neolíticas--, a una gran metrópoli que de todos modos terminó abandonada por sus moradores e invadida, siglos más tarde, por los turistas, quienes, viéndolo bien, son el equivalente moderno de las hordas de Atila. Por ese mismo tiempo los mayas empobrecían los suelos de cultivo y hacían insustentables de ese modo sus centros ceremoniales. Hartos de tanta guerra púnica y de que los cartagineses les mandaran elefantes acorazados a través de los Alpes, los romanos incendiaron Cartago, araron los cimientos de la urbe y echaron sal en los surcos recién abiertos para que ni siquiera las plantas volvieran a brotar en aquella tierra maldita. Pompeya, en cambio, no tuvo que echar mano de la estupidez humana para desaparecer. El Vesubio se hizo cargo de provocar una catástrofe ecológica tan maligna que dan ganas de atribuírsela al Fondo Monetario Internacional.

Es hermoso y reconfortante echar la culpa de la destrucción del hábitat al capitalismo salvaje contemporáneo, pero la peor catástrofe ecológica de que se tenga noticia ocurrió hace varias decenas de millones de años, cuando los dinosaurios no habían leído a Hayek ni a Friedman; la polución en Londres era peor a fines del siglo antepasado que hoy en día; algunas explosiones volcánicas contaminan más que los peores accidentes industriales, y en el siglo XVI fray Luis de León (Qué descansada vida la del que huye del mundanal ruido, etcétera) ya tenía, además de una abierta afición al picnic, una acabada noción de la contaminación acústica en las grandes urbes. Para colmo, cuando se cayó el Muro de Berlín pudo verse del otro lado, entre otras ruinas tristes del socialismo salvaje (cómo olvidar aquellas poblaciones dispuestas a renunciar a su seguridad social a cambio de campañas electorales, rock, porno y visitas de Wojtyla), un gran amontonamiento de desechos tóxicos, bosques destruidos y ríos, lagos, mares y atmósferas convertidos en enormes basureros.

Una simplificación semejante consiste en atribuir al “modelo” (es decir, a lo que puedan tener en común los sueños húmedos de Thatcher, Menem y Zedillo) la generación de desigualdad. Ciertamente, el neoliberalismo global no ha resuelto, y en cambio ha agravado y profundizado, los desastres sociales que heredó de los desarrollismos, de los socialismos reales y de los capitalismos más o menos keynesianos. Pero la inequidad (o la promoción de la miseria ajena, entre los individuos como entre las naciones) tiene además factores claramente extraeconómicos: demográficos, políticos, culturales, religiosos y hasta militares que, en distintas proporciones y medidas, han echado raíces en todos los modelos de civilización.

Todo lo anterior no borra la perspectiva alarmante --por decir lo menos-- ante la cual nos colocan las dinámicas del mundo contemporáneo. Si las naciones del sur no logran consolidarse y ofrecer a sus ciudadanos entornos humanos habitables; si no se introduce una mínima racionalidad en las lógicas depredadoras del mercado, y si no se frena la irresponsable transformación del aire en caca, pronto estaremos viviendo un desastre planetario y escenarios sociales desde los cuales el tráfico de esclavos nos parecerá, por contraste, una ocurrencia genial, piadosa y humanitaria. Pero el fundamentalismo ecológico y la globalifobia pasional --ambos asociados en automático en las protestas mundiales-- no bastan, en sus expresiones actuales, para construir futuros alternativos. Sería imposible, por ejemplo, resolver la crisis alimentaria de varias naciones africanas sin echar mano del cultivo de especies transgénicas, reducir el déficit habitacional de las ciudades de América Latina sin echar a perder buena cantidad de colinas boscosas adyacentes, o dotar de electricidad a poblaciones rurales remotas sin termoeléctricas que, ni modo, contribuyan al efecto invernadero. Desde otra perspectiva, una acción terminante y mal planificada de preservación de los bosques puede provocar el encarecimiento o la escasez de leña en algunas comunidades habituadas a ese combustible, y en esos casos --felices los ojos que no hayan visto el espectáculo en, por ejemplo, el mercado de Tepoztlán-- los pobladores recurren a los envases vacíos de policloruro de vinilo (PVC, “un veneno medioambiental (que) cuando se quema forma sustancias organocloradas, extremadamente tóxicas para el medio ambiente y para la salud de las personas”, apunta piadosamente Greenpeace España) para alimentar sus braseros y cocinar sus alimentos.

Si ésos y muchos otros dilemas del desarrollo y la sustentabilidad se discutieran en un foro dominado por la buena voluntad, se daría lugar a discusiones interminables y bizantinas: cuántos ángeles caben en el agujero de la capa de ozono, pueden o no los migrantes pasar por el ojo de una aguja, tienen sexo o no los nombrados en la lista de Forbes. Pero, para colmo de la desdicha, hay gobiernos, corporativos y organismos que desempeñan papeles protagónicos en el mundo y que no tienen el menor deseo de arreglar nada, ya sea porque los infiernos presentes y futuros de la humanidad les representan excelentes oportunidades de negocio, o porque sus dirigentes quieren ser felices aquí y ahora, y las broncas que enfrenten sus hijos, sus nietos y sus biznietos les importan un rábano, o por ambas razones, o por otras.

20.8.02

El lugar de Dios


No sé si existe el video snuff o si es una mera leyenda urbana, pero la estancia de Juan Pablo II en el DF me hizo sentir más cerca que ninguna otra cosa de la experiencia snuff. La muerte a cuadro fue una evocación inevitable al contemplar, por cadena nacional, la agonía de un hombre resuelto a convertir su descomposición física en espectáculo pastoral de masas. Si uno lo piensa dos veces, resulta que la exhibición del dolor es consustancial al catolicismo --con todo y su imaginería de mártires crucificados, sepultados, degollados, fritos, destazados, despellejados o comidos por caníbales-- y los movimientos del Parkinson pontificio, prefiguración y amenaza de rigor mortis, constituyen un nivel moderado --de clasificación B, a lo sumo-- del regocijo romano ante el sufrimiento físico. Como quiera, la transmisión de la agonía pontificia, a fines del mes pasado, me resultó abrumadora, me dio un oso tremendo y me impidió tocar el tema por escrito. Acaso suene demasiado conservador, pero hay ciertos procesos fisiológicos que uno no debiera efectuar en público, como defecar, tener orgasmos o morirse, y me sentí agraviado por un pontífice que parecía decirnos con su acento polaco, y en cada pantalla de televisión del país, la frase que la protagonista de Matador le dirige a su amante en el momento climático de la película: “Mira cómo me muero”.

Tal vez por eso no fue hasta el domingo pasado, cuando el Papa había vuelto a su tierra natal --es decir, cuando había puesto una buena decena de miles de kilómetros entre su humanidad macilenta y la colonia Narvarte--, cuando empecé a comprender el sentido del reality show de tintes forenses con que el jefe máximo del Vaticano pretende evangelizar en los albores del siglo XXI. En la Cracovia de sus inicios, Karol Wojtyla vislumbró una modernidad en la que “el hombre se coloca en el lugar de Dios”, actúa como si éste no existiera y “reclama para sí mismo el derecho del creador de interferir en el misterio de la vida humana, quiere decidir sobre la vida humana a través de la manipulación genética y establecer el límite de la muerte”.

Ese ha sido, pues, el sentido profundo de la gesta político-teológico-mediático-clínica de este sucesor de Pedro: a lo largo de 23 años, Wojtyla se ha dedicado a revertir los múltiples deicidios y las usurpaciones de Dios ideados en el seno de una modernidad que en el Renacimiento empezó a reemplazar la presencia divina por la humana en las composiciones plásticas, que en el XIX descubrió la irrelevancia de Dios en la política, la ciencia y el arte y que, a fines del XX y principios del XXI, lo transfirió de manera definitiva del ámbito público al privado. Wojtyla odia el mercantilismo neoliberal porque, en estas reglas del juego, el pensamiento religioso sólo es viable --es decir, rentable-- si se inscribe en las divisiones de “entretenimiento”, “pasatiempos” o “mascotas”. A su manera, la taxonomía que propone Yahoo (www.yahoo.com) es un reflejo fiel del nuevo orden mundano, y hasta del espiritual, al que aspira el supermercado planetario. O sea que este hombre ha dedicado la primera mitad de su vida a combatir al comunismo, que prohibía a Dios, y la segunda, al capitalismo salvaje, que coloca sus atributos exclusivos en la sección de ofertas. Y sí: la clonación será aprobada en el momento en que se le construya un correlato de ingeniería financiera; la manipulación del genoma en todas sus expresiones (por ejemplo, la operación requerida para optar, de antemano, por hijos genéticamente predispuestos a la religión o al ateísmo) tiene sentido porque aporta rentabilidad y competitividad a las industrias farmacéuticas; la eutanasia, en un mercado de consumidores envejecidos, tiene un mercado creciente, y la prolongación de la vida será un hecho en cuanto se descubra la manera de hacer el cargo, vía tarjeta de crédito, a los potenciales usuarios de ese servicio.

Temo que a Wojtyla ya no le queden ni tiempo ni neuronas para comprender lo que sigue, pero el reposicionamiento de Dios en la sociedad no es sólo consecuencia del nuevo desorden mundial impuesto por los adoradores del mercado, sino también el resultado de luchas humanistas y libertarias que llevan muchos siglos sacándolo (para bien de él) de las constituciones nacionales, de los códigos penales, de los reglamentos de policía y de los manuales de buenas costumbres, y hallándole un sitio de gran dignidad en el corazón de quienes creen en él, en el arte y en el imaginario colectivo. Exista o no --y eso no tiene mayor relevancia en la post-razón tardía que vivimos--, Dios es, sin duda, el más hermoso personaje que haya podido imaginarse jamás y, en el mundo moderno, se encuentra entretejido en las zonas de placer del cerebro humano. Norberto Rivera es a la teología lo que un tanque de guerra a la ingeniería; quienes no formamos parte de las filas de creyentes --y no necesariamente por “ignorancia, indiferencia, miedo o por pertenecer a corrientes hostiles a la religión”, como interpreta el arzobispo--, podemos entender la experiencia divina cada vez que escuchamos la risa de nuestras hijas, o cuando contemplamos actos de creatividad o caridad espontánea, o cuando nos hundimos en las humedades del ser amado.

Pero el pontífice polaco luchó toda su vida por restituir a Dios en su sitial en los enlaces neuronales que dictan el deber y que amenazan con el dolor, y por eso va por el mundo exhibiendo con orgullo sus miserias corporales y sus espasmos incontenibles; por eso goza donde otros sufren, y por eso el gozo ajeno le provoca sufrimiento.

13.8.02

Doble caída


Los restos del naufragio mecidos por el oleaje son poderosos catalizadores de la melancolía. Hasta el domingo pasado (y puede ser que incluso hoy) la página de Avantel en Internet ensalzaba a uno de sus patrones en un depurado estilo punto com y con los rebuznos gramaticales característicos de los yuppies:

“Es una nueva compañía de comunicaciones diferente. Con ingresos anuales de más de 30 mil millones de dólares, combina solidez financiera y de diversos recursos para buscar las mejores oportunidades de crecimiento de la industria, con una avanzada red global, construida especialmente para esta era de las comunicaciones y de la información”. Su estrategia “consiste principalmente en concentrarse en los segmentos de más rápido crecimiento de la industria: datos / Internet y los servicios de comunicaciones locales e internacionales. Particularmente en Estados Unidos, es la segunda compañía de larga distancia más grande, con una red de fibra óptica de 45 mil millas que abarca todo el país. Además, cuenta con más de 100 redes locales de fibra de alta capacidad y una red integrada de servicios de comunicaciones que abarca desde Canadá hasta Estados Unidos y México”.

El objeto de los elogios es nada menos que WorldCom, el agujero negro por el que han desaparecido unos siete mil 400 millones de billetes verdes --mas lo que se acumule esta semana-- y que ha echado a perder, junto con Enron, las esperanzas de recuperación económica que abrigaba el gobierno estadunidense.

Se ha dicho que los episodios de pánico financiero y fuga de capitales --y los consiguientes periodos recesivos-- en los escenarios de lo que ahora se denomina “economías emergentes” representan, para los protagonistas económicos del mundo, buenas oportunidades de negocio. Pero la descompostura mayor que mantiene paralizado al país vecino desde 2000 no le da oportunidades de nada a nadie, salvo, tal vez, la posibilidad de reproducirse, por vía no sexual, a los pobres, miserables y homeless de todo el mundo. El momento tampoco es bueno para el gobierno de George W. Bush, porque el estancamiento y los megafraudes han golpeado a muchos ahorradores y jubilados que son, además, votantes, y que están incluidos en los cálculos del Partido Republicano para las elecciones de noviembre próximo.

Hoy, sin darle mucha importancia a que sea martes 13, se reúnen las autoridades de la Reserva Federal de Estados Unidos para decidir qué hacen con este desfiguro de crisis persistente y si es aún posible y prudente darle un nuevo mordisco a las tasas de interés. Mientras tanto, el presidente Bush, el vicepresidente Dick Cheney --a quien las malas lenguas consideran el baby sitter del mandatario--, el secretario del Tesoro, Paul O'Neill y otros funcionarios, estarán dando un espectáculo público en la Universidad de Baylor (ubicada en Waco, Texas, muy cerca del rancho presidencial), con el propósito de conjurar los pánicos, de jurar que la tormenta ha pasado y que las catástrofes de Enron, WorldCom, Tyco, Global Crossing, Qwest, Xerox, US Air y United Airlines, entre otras, son asuntos aislados y excepcionales en el marco de una economía con “fundamentos fuertes”, Bush junior dixit.

A pesar de los esfuerzos de la Casa Blanca por convencer al respetable de que la recesión económica es sólo un mal recuerdo, el miércoles pasado la Oficina Nacional de Investigación Económica --organismo que estudia los ciclos económicos estadunidenses-- señaló que aún no puede anunciarse el fin de la recesión y, peor aun, que no es posible descartar un “segundo tramo” de declive económico. “Recesión de doble caída” es el nombre técnico de este escenario de pesadilla. Glenn Hubbard, asesor económico de la Casa Blanca, dice estar seguro de que no va a presentarse. Pero ese funcionario tiene la cara dura para afirmar que “la recuperación sigue intacta”, y creer en sus palabras requiere, en consecuencia, de un esfuerzo casi muscular de credulidad.

25.6.02

Adiós a los trenes


Esta semana --hoy, mañana y el viernes próximo-- dejarán de circular los carros de Amtrak por las vías férreas de Estados Unidos, y ante esa noticia uno se acuerda de las tardes del verano de 1976, cuando atravesaba los bosques de Pensilvania a bordo de un vagón plateado, entre ruidos rítmicos y reconfortantes, cuando el planeta no era un sitio en el que se prohibiera fumar; uno podía imaginarse un mundo sin capitalismo, sin miseria y sin prejuicios sexuales, pero habría sido impensable un mundo sin trenes. Uno podía pensar que estaba enamorado para siempre (y nunca lo estuvo) de una tal Louise, y agradecido para siempre (y lo sigue estando) con una tal Sylvia: la inalcanzable y el hada madrina. Uno podía, además, aspirar a que un día comprendería a fondo los grundrisse y que de ahí tomaría las claves para dotar de zapatos, vacunas y escuelas a todos los niños del Tercer Mundo, pero no habría logrado imaginar que el socialismo real sucumbiera por el afán de sus habitantes de estrenar tenis Nike. Lo anterior es una simplificación realmente burda, por supuesto, pero no tanto como la realidad de un mundo sin trenes.

En este lamento se reconoce a leguas una sensiblería y un provincianismo cronológico insufribles, porque a lo largo de muchas centenas de miles de años la humanidad ha vivido sin ferrocarril, y en extensas regiones del mundo ese símbolo decimonónico y vigesimónico de progreso nunca ha tenido existencia significativa. Pero para una buena cantidad de humanos de esas épocas, lo más significativo de su existencia (viajes, trabajo, amores, literatura, historia nacional, teatro, cine) está vinculado a locomotoras, durmientes, estaciones nostálgicas y vagones.

El gobierno de Porfirio Díaz tendió vías férreas por medio México y pensó que así preparaba al país para la llegada del siglo XX. Pero lo que llegó por la trama de los rieles fue el gran incendio de la Revolución, con toda su carga de civilización, de barbarie y de cultura, y con sus semillas de luz y de autoritarismo, de civismo y cacicazgos, de legalidad y corrupción. Desde la Segunda Guerra Mundial, México se desinteresó de su estructura ferroviaria, apostó por el asfalto en detrimento de las vías férreas y dejó morir sus trenes. Hoy en día, Ferrocarril de Cuernavaca es una cicatriz sin sentido que atraviesa la ciudad de México y en la que florecen especies vegetales comunes, pero insólitas al lado del Periférico: maíz, trigo, sorgo y frijol, entre otras plantas cuyas semillas cayeron ahí, inadvertidamente, transportadas por furgones ferrocarrileros.

Ahora es el turno de Amtrak. El gobierno de Bush Jr. piensa que “el sistema ferroviario público debe dejar de ser subsidiado y adaptarse a la realidad del mercado”, según lo expresó Norma Mineta, secretaria de Transporte. La frase huele tanto a manual privatizador que no parece pronunciada por una funcionaria gringa, sino por un presidente latinoamericano, y además descobija la inepcia administrativa de Washington, porque en los países europeos el que los ferrocarriles se adapten a la realidad del mercado no necesariamente ha sido sinónimo de quiebra y extinción inmediata.

Esa realidad del mercado, es decir, sin trenes, va a ser dura para muchos estadunidenses. No se trata sólo de asuntos sentimentales y de nostalgias absurdas, sino de pérdida de empleos, de puntos de referencia y también, a fin de cuentas, de un medio de transporte eficaz y mucho más grato que los autobuses Greyhound, con sus asientos estrechos repletos de monjas plácidas y de asesinos seriales en busca de un Tarantino que los convierta en personajes de la pantalla. No es que uno tenga nada personal contra las religiosas ni contra los jóvenes valores de la nota roja. Si alguna enseñanza positiva nos dejó el siglo XX es que cada cual hace con su vida lo que quiere, y que puede hacerlo a bordo de un autobús, de un tren, de una balsa de migrante, de un avión o de un coche. Ocurre, simplemente, que en los espaciosos vagones de Amtrak el ambiente era más relajado y afable que el hacinamiento característico de los buses, y que en el tren uno podía desentenderse del entorno y del prójimo, y ponerse a pensar en Kant o en el cangrejo, en amores reales o imaginarios, en amistades que siempre sí han durado toda la vida y en complots en favor de la sociedad igualitaria. Escribo esta frase en pasado porque el sistema ferroviario de Estados Unidos va a desaparecer entre mañana y el domingo, porque a diferencia de aquellos tiempos en los que uno fatigaba la costa este a bordo de los vagones de Amtrak hoy sabemos que no será tan fácil ni tan rápido resolver los problemas de la humanidad y porque, a diferencia de ese entonces, hoy, cuando uno ama, tiene cierta certeza de que es cierto y todo lo demás es relativo.

18.6.02

Más sobre paredes


En la mañana tórrida del domingo, en un paisaje de colinas arboladas, varias máquinas excavadoras se empeñaban en el despeje de un terreno en Kafr Salem, localidad poblada mayoritariamente por palestinos, pero situada en tierras que oficial y aceptadamente pertenecen a Israel. Desde allí ha de levantarse un gallinero electrificado que rodeará las localidades cisjordanas de Tulkarem, Jenin y Kalkiliya. La obra tendrá una extensión final de 350 kilómetros, costará cerca de 100 millones de dólares y los trabajos tomarán un año. El propósito declarado es impedir que los terroristas palestinos se internen en territorio israelí y hagan explotar la dinamita, que llevan pegada a las costillas, en sitios públicos concurridos.

La parte palestina teme que la cerca constituya un hecho consumado que le permita a Tel Aviv robarse más tierras árabes de las que ya se ha robado. Por su parte, los sectores de extrema derecha de la Knesset, como el Partido Nacional Religioso, critica la construcción porque deja fuera de Israel a unos 200 mil de los colonos judíos asentados en Cisjordania y podría convertirse en una frontera definitiva entre el Estado hebreo y un futuro Estado palestino; como alternativa proponen el establecimiento de las “zonas de contención” originalmente anunciadas (en febrero) por Ariel Sharon, y que consistirían en confinar pueblos y ciudades palestinas en corrales de alta tecnología.

La fórmula aplicada por el premier israelí implica el establecimiento de algo semejante a los bantustanes ideados por el régimen racista de Sudáfrica para enjaular a la población negra del país en una suerte de municipios enrejados, en los cuales los habitantes tenían el derecho a escoger la pintura de sus barrotes. La propuesta de la ultraderecha desembocaría, más bien, en la conformación de una diversidad de guetos como el de Varsovia.

En una u otra perspectiva, la reivindicación de los palestinos de construir su propio Estado ha sido vetada por Washington y por Tel Aviv. De esa forma, ambos gobiernos han extendido un certificado, si no de legitimidad, sí al menos de lógica a la violencia de los ocupados. Al parecer, los palestinos no se consideran a sí mismos aves de corral; no quieren, en consecuencia, vivir en gallineros, y están dispuestos a hacer todo lo que esté en sus manos para cambiar esa condición, incluso reventar en lugares públicos repletos de israelíes.

Tel Aviv sabe que la bestialidad de esos atentados es la otra cara de la moneda de la ocupación israelí, que el muro que está erigiendo establece una espiral perpetua de destrucción, en la que el ataque primigenio carece de importancia: me permito destripar a tus hijos porque tu destripaste a los míos.

Ese círculo de odios no augura nada bueno. Israelíes y palestinos se proyectan mutuamente --como personas, como instituciones, como liderazgos-- imágenes de máxima maldad. Eso mismo ocurre entre el gobierno de Sharon y varios regímenes árabes e islámicos que cada vez se sienten más reivindicados y justificados en su deseo, obligadamente genocida, de quitar del mapa al Estado judío.

Tal vez por eso Israel adquirió, según chisme dominical de The Washington Post, un trío de submarinos con capacidad de llevar misiles nucleares, medida que reforzará los empeños de Irán e Irak por hacerse ellos también de armas atómicas. Hasta ahora esos esfuerzos han sido ineficaces, y acaso sigan siéndolo por un tiempo. Pero a la larga, y a juzgar por los ejemplos de Pakistán, la India y el propio Israel, la proliferación es inevitable. Por eso los tiempos actuales en Oriente Cercano no son sólo de construcción de gallineros, sino también, parece ser, de siembra de esporas para el florecimiento de champiñones nucleares.

11.6.02

Frost en Belfast


El domingo pasado los soldados de Inglaterra empezaron a duplicar la altura de los muros que dividen a católicos y a protestantes en la parte oriental de Belfast, con el propósito de evitar nuevos enfrentamientos en la ciudad. Las paredes divisorias se elevaban a 3.66 metros, que viene siendo el doble de lo que mide un humano más bien alto. En unas semanas Belfast quedará dividida por una barda de más de siete metros, o sea, el equivalente de una construcción de tres pisos. Les llaman “muros de paz”.

Tal y como estaban, los muros del distrito de Short Strand resultaban insuficientes para contener los variopintos proyectiles de odio que se lanzaban bandas rivales --balas, piedras, ladrillos y frascos llenos de gasolina-- y que la semana pasada dejaron un saldo de decenas de heridos en ambos lados de la pared.

Elevar los muros es una solución posible para los que piensan, como el empecinado interlocutor imaginario del poeta Robert Frost en el célebre Mending Wall, que “buenas cercas hacen buenos vecinos” (good fences make good neighbors). El único requerimiento para semejante operación mental es definir la buena vecindad como ausencia completa de relación, como aislamiento fóbico, como terror al contagio, al bombazo o a la pérdida de identidad.

La realidad es que la erección de un muro (o la prolongación de uno ya existente hasta una altura supuestamente infranqueable) representa una complicación adicional en una convivencia conflictiva: la pared encierra, excluye y ofende por añadidura (Before I built a wall I'd ask to know / What I was walling in or walling out, / And to whom I was like to give offense), y establece un multiplicador de provocaciones. Esa es la lógica de las murallas, desde las de Jericó hasta la “frontera inteligente” de Estados Unidos con México (como si la única frontera inteligente posible no fuera la que renuncia a existir), pasando por el Muro de Berlín y todas las líneas verdes del mundo.

Una pared coloca a alguien en la posición de cautivo o de excluido. Una pared es, por lo tanto, una manera de auspiciar conatos de fuga o tentativas de incursión.

Ciertamente, ante la perspectiva costosa, incierta e inquietante de resolver las raíces de una confrontación o de una diferencia, siempre queda la solución estúpida, pero eficiente en el cortísimo plazo (24 horas, una semana) del amontonamiento de ladrillos, el fundido de hormigón o la instalación de dispositivos láser e infrarrojos.

En el tercer lustro del siglo pasado, en el norte de Boston, Frost escribía: But at spring mending-time we find them there, / I let my neighbor know beyond the hill; / And on a day we meet to walk the line / And set the wall between us once again. El poeta intuía que una pared tiene la virtud horrenda de crecer y reproducirse, como lo describió, cinco décadas más tarde, Manuel Scorza en Redoble por Rancas, novela en la que la valla de la Cerro de Pasco Corporation se expande, a expensas de los comuneros indígenas andinos, hasta devorar el universo conocido, y como pueden constatarlo ahora los soldados ingleses en Belfast oriental.

4.6.02

Combates singulares


Todos los conflictos regionales, los naufragios de barcos repletos de chinos o cubanos o africanos migrantes, las matanzas en Medio Oriente, las epidemias de sida y de catarro, las partidas de póquer del comercio mundial y hasta los pormenores truculentos de la guerra santa contra el terrorismo --que, vista con cuidado, es un transgenérico entre el auto sacramental y el thriller-- fueron borrados de tu atención. En su trayecto celeste, el globo terráqueo ha entrado en una zona oscura, en un paréntesis tan aburrido que se hace indistinguible de la hibernación, y en un autismo tan hondo que la mejor manera de representar al ausente es una pelota de futbol.

A lo largo de cuatro semanas, la parte visible y (tele)vidente del género humano estará tomando la comunión en 64 combates singulares --durante junio la humanidad está representada por las 704 piernas más hábiles del mundo-- y representando todos sus problemas en la batalla por una esfera, que es una copa de oro de diseño espantoso, que es un cheque de cientos de miles de dólares en el bolsillo de cada jugador y otro, de cientos de millones de dólares, en la caja fuerte de cada empresa televisiva.

En una época más bien remota, William Masters y Virginia Johnson inscribieron el orgasmo simultáneo de la pareja en las listas de lo políticamente correcto; ahora la tendencia es el clímax multitudinario, la sincronización planetaria de espasmos y contracciones y jadeos en el momento justo en que 200 millones de espectadores observan en la pantalla la penetración del balón en la red de una portería. Desde cierto punto de vista, se trata de una sublimación perversa, porque el portero derrotado sufre, y su dolor y su humillación infinitos alimentan el regocijo de los rugientes; pero si la representación no es sexual sino, digamos, bélica, entonces el futbol y sus goles son un invento fenomenal, porque cada gol nos evita sabe Dios cuántos disparos de mortero. Qué diera uno porque el presidente de Estados Unidos saciara sus instintos de niño bobo pateando durante 90 minutos una pelota con la cara de Bin Laden.

Como cualquier otro ejercicio escénico, el juego obliga a guardar el sentido común en un rincón del clóset. De otra manera no se entiende el empeño con el que 22 individuos se disputan una pelota, cuando es seguro que hay otras 21 a su disposición en la tienda de deportes más cercana. Qué reconfortante y fácil sería repartir pelotas de cuero para terminar con la carnicería de Colombia, por ejemplo, o para aplacar el furor energético de los países industrializados antes de que sus emanaciones de dióxido de carbono conviertan al mundo en una olla de caldo de pescado. Pero, para ser justos, la desactivación temporal de la lógica no sólo es un requisito obligado para los espectadores del balompié global, sino también para meterse al teatro, al cine, al templo, al mitin y hasta a una carpa de circo.

Así vistas las cosas, el Mundial puede ser una fiesta emocionante y llena de momentos conmovedores. El único problema es que, así como el sentido común es fácil de guardar en cualquier cajoncito --y difícil de encontrar, más tarde, cuando uno lo busca--, los cuerpos esféricos son la cosa más estorbosa y cuesta un demonial devolverlos a su sitio una vez que se les utiliza. Tal vez por eso Dios ideó las leyes de la gravitación y el universo en general: para ahorrarse el trabajo de alzar el tiradero de tanta pelota y dejarlas girando eternamente una alrededor de otra. Puede verse como una solución simple y elegante, sobre todo tratándose de objetos planetarios y estelares, los cuales, a diferencia de los balones de futbol, no se desinflan con facilidad una vez que has terminado de jugar con ellos.

28.5.02

Ghauri


La madrugada del último domingo, el Bush junior sudaba una pesadilla en la que los fantasmales responsables de la destrucción masiva se burlaban de él. El aliento cercano pero inatrapable de Osama Bin Laden le paseaba por el cuerpo y el mandatario se revolvía inquieto entre sus sábanas con estampados de Winnie the Pooh. A esa misma hora, en el otro lado del mundo, en un lugar ignoto de Pakistán, se elevó del suelo un cilindro de 135 centímetros de diámetro por 16 metros de alto y un peso de 15 toneladas. A pesar de sus dimensiones majestuosas, el aparato, rojo y puntiagudo, recuerda vagamente un pene de perro. Tiene la denominación técnica Haft-V, pero fue rebautizado en homenaje al rey afgano Shahbuddin Ghauri, quien, en el siglo XII de esta era, conquistó las porciones occidentales de lo que actualmente es territorio de la India.

El Ghauri metálico actual es, potencialmente, mucho más sanguinario que su predecesor de carne y hueso. El pájaro tiene un alcance de mil 500 kilómetros, suficiente para llevar su cabeza atómica de varias decenas de kilotones y hacerla reventar sobre Nueva Delhi o Bombay, las dos ciudades indias más importantes y populosas. Según el CDISS (Centre for Defence & International Security Studies (http://www.cdiss.org/hometemp.htm), la tecnología del misil fue un gracioso obsequio de los gobernantes chinos a sus amigos paquistaníes. No hay datos, en cambio, sobre la procedencia de la pintura roja de la punta, una pequeña obscenidad adicional a la que significa construir un artefacto para administrar la muerte a 9 millones de personas en Nueva Delhi (o 12 millones y medio, si el cilindro decide visitar Bombay) y destruir, de paso, el célebre Museo de Muñecas, el Jama Masjid, uno de los más hermosos recintos musulmanes de la ciudad, el Templo del Loto, consagrado en cambio al culto Bahai, o el Raj Ghat, donde fue incinerado Gandhi.

La India cuenta, por supuesto, con instrumentos de muerte de bajeza análoga, dispuestos a emprender un vuelo rápido y definitivo a Islamabad. También Israel dispone de tubos semejantes; por razones de costo/beneficio es poco probable que los aviente contra Tulkarem, Belén o Ramallah: a Sharon y sus aliados les resulta mucho más barato producir cadáveres de palestinos con armas convencionales, pero si un día de estos la tirantez entre Israel y los países árabes ya constituidos volviera a puntos de crisis, y si el genocida que gobierna en Tel Aviv lograra afianzar entre sus conciudadanos la idea de que los vecinos de Israel han vuelto a amenazar la existencia del Estado hebreo, habría que agregar Damasco, Bagdad y sabe Dios qué otras poblaciones, con sus parques, sus museos, sus iglesias y sus tiendas de helados, a la nómina de ciudades amenazadas por el holocausto atómico.

Mientras estas y otras cosas ocurren en sitios lejanos del planeta, separados de Washington por decenas de miles de kilómetros y por ocho o más horas de diferencia horaria, el Bush junior se revuelve en sus sábanas de Winnie the Pooh, acosado por las barbas con olor a cabra de Bin Laden, espantado por los bigotes de Saddam Hussein y atormentado por las arrugas de momia precoz de Muamar Kadafi. El humo de carne chamuscada que brotó durante días de los escombros de las Torres Gemelas sigue impregnando la mentalidad simple del mandatario. Quién sabe si los hipermalvados de Al Qaeda y los otros espantajos del eje del mal tuvieron alguna o mucha capacidad de destrucción y si aún conservan algo de ese poder satánico nunca demostrado. Pero mientras el Bush junior se orina de susto en su cama presidencial, sus aliados de Islamabad han puesto a punto el mecanismo para perpetrar el bombazo terrorista más cruento desde agosto de 1945, cuando Harry Truman acabó de un plumazo con cientos de miles de civiles inocentes en Hiroshima y Nagasaki.

21.5.02

Buenos días, Loro Sae


En la madrugada del domingo nació Timor Oriental como nuevo integrante de la comunidad de naciones. El viejo luchador independentista Xanana Gusmão fue investido presidente del nuevo Estado en una ceremonia en Dili, a la que asistieron también la mandataria indonesia, Megawati Sukarnoputri, el ex presidente Bill Clinton y el secretario general de la ONU, Kofi Annan, quien en ciertas ocasiones de fiesta unánime logra incluso hilvanar discursos emotivos.

Hay que recordarlo: la isla completa, situada entre los paralelos 8 y 10 y entre los meridianos 123 y 127, entre los océanos Índico y Pacífico, tiene 470 kilómetros de largo por unos 110 de ancho en su parte más gruesa, y una superficie de 32 mil 350 kilómetros cuadrados de los cuales 19 mil corresponden a su porción oriental. 19 mil 152, para ser precisos, si se agregan los islotes de Ataúro y Jaco. La porción occidental de la isla corresponde a Indonesia, mientras que la nueva patria se asienta en la porción oriental. En Malayo, “timor” significa, precisamente, oriente, y ante ese pleonasmo más vale pronunciar el nombre del país en tetum, el idioma local: Loro Sae.

Es un país pequeño, paupérrimo y escasamente poblado: 800 mil habitantes, desempleo de 70 por ciento e ingreso per cápita promedio de 55 centavos de dólar al día. Sus herencias coloniales destacables son el portugués sonoramente amestizado con las lenguas locales, el catolicismo mayoritario y los diez muertos por kilómetro cuadrado que dejó la última y delirante fase de la prolongada ocupación indonesia (1975-1999) que siguió a la salida de la isla de las tropas de Portugal tras la descolonización.

A partir de la invasión indonesia, el Consejo de Seguridad y la Asamblea General de la ONU emitieron varias resoluciones pidiendo el fin de la ocupación, pero ninguno de los gobiernos poderosos hizo nada para aplicarlas. Tal vez las cosas habrían seguido el curso invariable del exterminio (Timor Oriental tenía 600 mil habitantes en 1975, y de entonces a la fecha los ocupantes le han asesinado 200 mil). Pero el 12 de noviembre de 1991 las tropas de Suharto abrieron fuego contra los asistentes al funeral de Sebastião Gomes, un presunto miembro de la resistencia timoresa asesinado la víspera. 271 personas murieron en el lugar. Hubo 382 heridos y otros 250 “desaparecidos”, quienes, de acuerdo con testimonios de sobrevivientes, fueron arrestados y rematados a pedradas, o mediante la inyección de sustancias letales, en el interior de un hospital militar.

El mundo estaba ocupado en cosas más importantes (fue el año de la guerra contra Irak y el de la disolución de la URSS) y acaso no habría prestado mucha atención al suceso, pero entre los heridos había dos periodistas estadunidenses (Alain Nairn y Ami Goodman) que vivieron para contarlo. Quien tenga el hígado fuerte puede encontrar fotos y fragmentos de video de la matanza en el servidor de la Universidad de Coimbra. La noticia llevó al Congreso de Estados Unidos a suspender la ayuda militar a Indonesia y, en general, introdujo una dosis de vergüenza y sentimientos de culpa en las hasta entonces impasibles cancillerías de Occidente. También contribuyó a la difusión del drama timorés el Premio Nobel de la Paz otorgado en 1996 al obispo Dom Ximenes Belo y al dirigente maubere José Ramos Horta. Pero no fue sino hasta la caída de Suharto, en 1998, que se abrió una perspectiva real de solución para la autodeterminación del país negado.

En 1999, las tropas indonesias y sus grupos paramilitares perpetraron la última matanza (documentada por Amnistía Internacional), el mundo tomó cartas en el asunto y se envió una fuerza internacional a proteger a los timoreses y a organizar el referéndum de independencia y las elecciones generales. Fue una historia de éxito, como lo ha sido la de Namibia, y como no han podido serlo todavía las de Palestina y la República Árabe Saharaui. Pero Timor está apenas en el principio. Ahora deberá resolver el desesperante acertijo del desarrollo, de la consecución de niveles de vida decorosos y de la integración en la intemperie de la globalidad salvaje y depredadora. Ojalá que lo consiga. Buenos días, Loro Sae.

14.5.02

Infancia


A la larga, el cuidado de las crías hizo la diferencia entre los reptiles, ovíparos, y los mamíferos, vivíparos. Un hecho así de elemental, una discriminación básica entre las perspectivas de sobrevivencia y las de extinción, habría podido animar los trabajos de la sesión especial de Naciones Unidas en favor de la infancia que tuvo lugar la semana pasada en Nueva York, encuentro lucidor que reunió una apreciable masa de liderazgo mundial. Pero, a juzgar por los resultados, la humanidad no tiene ni instinto ni conciencia sobre el cuidado de sus cachorros, ha perdido interés en la viabilidad (hay cosas mucho más importantes, como mantener a raya la inflación y combatir el terrorismo) y sus dirigentes mundiales son estúpidos: los anima principalmente el afán de asegurar la transferencia de sus sillones de cuero y de sus camionetas blindadas --vehículos de doble tracción que fatigan de manera absurda el pulido asfalto de los centros de convenciones-- a sus propios nietos y bisnietos; creen que con ello asegurarán la persistencia de sus genes. Pero hablan en nombre de la humanidad y, deliberadamente o en virtud de una extrema inocencia, creen que sus propias familias y sus respectivos círculos sociales constituyen el conjunto de la especie.

Si las cosas siguen como van, los bisnietos burgueses de Kofi Annan, de Vicente Fox, de Alejandro Toledo, de la reina Sofía y de Bill Gates, entre otros de los invitados ilustres en Nueva York, sobrevivirán cercados por millones y millones de descendientes de los niños soldados, los niños sexoservidores, los niños famélicos, los niños sidosos, los niños drogadictos y los niños de la calle del presente. Los estadistas, funcionarios, empresarios y nobles que se dieron cita en el encuentro para ponerle sonrisitas de conejo a los problemas contemporáneos son responsables, por omisión, de una fractura de la especie en una vicemanada de bebés rosáceos, regordetes y tecnocráticos, por un lado, y, por el otro, en una horda gigantesca de tarados miserables. Unos y otros heredarán el mundo que habitamos y tendrán que compartirlo y convivir, y aquello será un infierno.

Las responsabilidades de la vida privada no pueden deslindarse --no del todo-- de las obligaciones sociales. Uno puede meter el dedo en un tarro de miel y después chupárselo, y sentarse a imaginar a su propia familia instalada en el bienestar logrado con el esfuerzo de toda una vida. Pero, del otro lado de la barda del jardín (mira qué lindas bugambilias, imbécil), acecha el resto de la especie. No siempre con rencor, no necesariamente con facturas personales, pero sí con todas las no resueltas miserias materiales y espirituales, lista para aplicar las leyes de la termodinámica y a disipar el calor en una vastedad de frío, a enfriar lo caliente, a compensar, a tejer de manera vertiginosa vasos comunicantes insospechados entre la opulencia y la carencia, entre el convento y el burdel, entre la crema contra las arrugas de la tía rica y las llagas expuestas del mendigo.

Pero ante esa perspectiva los asistentes al encuentro de Nueva York se conformaron con esbozar sonrisitas de conejo y con redactar una maravillosa carta a Santa Claus. Son, pues, responsables por omisión de permitir la persistencia de los infiernos creados por la humanidad para todos sus cachorros. Podrán esgrimir toda clase de pretextos para explicarle al mundo su manifiesta ineptitud --la precariedad de los consensos, el gradualismo obligado de las acciones, el realismo responsable que justifica el no hacer nada-- pero en el fondo saben que han fallado, que les han fallado a sus hijos, a sus nietos, a los bisnietos de sus prójimos y a los descendientes más lejanos de todo mundo, y que son por ello, tomados en conjunto o uno por uno, una impresentable vergüenza.